Nuevo libro sobre el campo de prisioneros
“Chacabuco”, la dignidad encarcelada
|
“Todos los hechos relatados aquí
ocurrieron verdaderamente y los protagonistas no son de ficción”,
señala Adolfo Cozzi Figueroa en el prefacio de su libro “Chacabuco.
Pabellón 18, casa 89” (Editorial Sudamericana, Colección
Señales), que se presentará el martes 10 de septiembre
a las 19.30 horas en el Centro Cultural de España, Providencia
927.
Adolfo Cozzi publicó anteriormente “Estadio Nacional”.
En ambos libros relata sus vivencias como “prisionero de guerra”
durante la dictadura militar. El era un muchacho de 19 años
que estudiaba pedagogía en Castellano en la Universidad Católica
y, salvo simpatías por el Partido Socialista, no tenía
ninguna actividad política ni gremial. Sin embargo, el 27 de
septiembre del 73 tuvo el gesto solidario de acompañar al fotógrafo
y estudiante italiano, Marino Lizzul, a retirar ropa y efectos personales
del departamento que éste ocupaba en la calle San Antonio,
en pleno centro de Santiago. Como casi todo extranjero, Lizzul se
había convertido en “sospechoso”. Extranjero -y
joven- era en esos días sinónimo de “guerrillero”
para la frenética propaganda anti marxista de la dictadura.
Ambos jóvenes fueron detenidos por carabineros que llegaron
llamados por vecinos del edificio. |
INTERIOR de una casa de Chacabuco: la
casa 26 del pabellón 5. El autor de esta acuarela fue el obrero
de la construcción Jorge Sánchez Cubillos, ya fallecido.
En esa casa vivieron Luis Alberto Corvalán Castillo, fallecido
en Bulgaria, hijo del secretario general del PC, Luis Corvalán;
Julio Vega Pais, Manuel Cabieses Donoso, Guillermo Orrego Valdebenito,
Roberto Soto Pérez, José Urzúa, Domingo Chávez
Navarro, Milton Lee Guerrero y Marcelo Concha Bascuñán,
detenido desaparecido. Eran militantes del PC, MIR, PS e Izquierda
Cristiana que habían estado prisioneros también en el
Estadio Nacional y en el Estadio Chile. |
En el departamento había fotos de Allende, Fidel, el Che, etc.
Por eso Lizzul y Cozzi fueron a parar a la 1ª Comisaría de
Carabineros y luego al Estadio Nacional. Mientras el joven italiano era
rescatado por el cónsul de su país -y expulsado de Chile-,
Cozzi fue uno de los centenares de prisioneros del Estadio Nacional que
fueron llevados en las bodegas del buque “Andalién”
-en un viaje de tres días- hasta Antofagasta. De allí -en
un tren de trocha angosta- continuaron hasta Chacabuco, oficina salitrera
abandonada en el desierto de Atacama, convertida en campo de prisioneros.
Adolfo Cozzi permaneció en Chacabuco desde el 10 de noviembre de
1973 hasta el 11 de enero de 1974, un período breve pero intenso.
“Lo que me animó a registrar por escrito esta experiencia
-dice- fue la extraordinaria riqueza humana, la singular creatividad para
resistir y sobrevivir en tales condiciones; la potencia admirable de las
historias y, sobre todo, que han pasado casi treinta años y siento
como deber imperioso evitar que el viento árido de la pampa se
lleve al olvido todo aquello de lo que fui testigo. No quise hacer sólo
una crónica periodística, sino dar a los acontecimientos
una dirección y una forma literaria que permitieran captar, transmitir
y desentrañar su significación profunda. Aspiro a fijar
en la memoria colectiva la cálida humanidad de mis compapñeros
de infortunio sin quienes, probablemente, no habría sobrevivido
a esa experiencia que marcó mi vida de manera brutal y odiosa.
Si después del Estadio Nacional y de Chacabuco, no perdí
la fe en el ser humano, se lo debo a ellos”.
En las casas derruidas de Chacabuco, antiguas viviendas de los mineros
del salitre, los “prisioneros de guerra” escribieron lecciones
de dignidad y firmeza. Los lazos de solidaridad, anudaron entre ellos
sólidas relaciones de amistad y compañerismo que borraron
las cicatrices del sectarismo partidario. En la casa 89 del pabellón
18 de Chacabuco, Adolfo Cozzi convivió con Augusto Jiménez
(PS) y Laureano León (PC) que habían sido subsecretarios
de Trabajo y Previsión Social, respectivamente; con Ramiro Cerda
y el Chino Espejo, militantes de Izquierda; y con Luis González
Manríquez, de 27 años, técnico en electrónica,
militante del MIR, al que llamaban “Rabito” por su aspecto
en que destacaban sus dientes incisivos de conejo. “Rabito”
era un genio de la electrónica: con materiales de desecho logró
construir una radio a galena, el primer aparato que funcionó clandestinamente
en Chacabuco y que permitió en las noches oir el programa “Escucha
Chile” de Radio Moscú. Luis González Manríquez,
como Adolfo Cozzi, estuvo poco tiempo en Chacabuco, pero corrió
distinta suerte. El 3 de octubre de 1974, “Rabito” fue detenido
por agentes de la Dina junto con los hermanos Jorge Elías y Juan
Carlos Andrónico Antequera, de 24 y 23 años, militantes
del MIR. Se les vio en los centros de detención de José
Domingo Cañas y Cuatro Alamos. Los tres son detenidos desaparecidos.
Muchos ex prisioneros de Chacabuco -comunistas, socialistas, miristas-,
que destacaron por su integridad moral y compañerismo, también
integran la larga lista de detenidos desaparecidos. Fueron apresados nuevamente
después de pasar por la experiencia del Estadio Nacional y de Chacabuco,
al reintegrarse a la lucha de resistencia contra la dictadura.
Los sobrevivientes de Chacabuco serán los invitados de honor del
escritor Adolfo Cozzi Figueroa en el lanzamiento de su libro, que presentarán
el abogado de derechos humanos Nelson Caucoto y la actriz Malucha Pinto
La “bienvenida” al infierno
El siguiente es un fragmento del primer capítulo de “Chacabuco.
Pabellón 18, casa 89”, libro del escritor Adolfo Cozzi Figueroa
que se presentará el 10 de septiembre en el Centro Cultural de
España. Lleva por título “La bienvenida” y relata
los primeros momentos en Chacabuco de los “prisioneros de guerra”
que habían sido trasladados a esa oficina salitrera abandonada
en el desierto de Atacama.
“Ustedes, señores, son una cáfila de individuos indeseables,
descastados que no se merecen la menor consideración -así
comenzó el discurso de bienvenida del capitán Carlos Minoletti
Arriagada al millar de prisioneros recién internados en el campo
de concentración de Chacabuco, a las cuatro de la tarde del día
sábado 10 de noviembre de 1973-. Como un señor que estoy
viendo, cantante, que ustedes conocen mejor que yo, dedicado a cantar
puras huevadas, ¿es así o no, señor Ángel
Parra? Pero yo les voy a enseñar a cantar, porque de ahora en adelante,
señores, no vamos a cantar las huevadas ésas que a ustedes
les gusta cantar, de ahora en adelante ustedes van a tener que cantar
puras canciones de Los Huasos Quincheros, Los Cuatro Huasos y de muchos
otros cantantes muy buenos que nosotros tenemos.
Hay aquí otro señor, profesor de historia, también
dedicado a enseñar puras huevadas. ¿Es así o no,
señor Mario Céspedes? Pero yo le voy a enseñar a
usted cuál es la verdadera historia de Chile, cuáles son
los verdaderos héroes de Chile, porque sepan ustedes, señores,
que aquí en Chile tenemos muchos héroes; yo les voy a enseñar
a ustedes cuáles son esos héroes de la historia de Chile.
Ustedes, señores, para que nos entendamos desde el principio y
no tengamos problemas, son prisioneros de guerra, y mientras yo sea el
oficial de seguridad de este campamento, ustedes van a tener que cumplir
estrictamente mis órdenes, y cualquier indisciplina va a ser duramente
castigada. Si miran a su izquierda, verán una casa sola. En esa
casa, señores, el que entra no sale, se los advierto desde ahora.
Yo me voy a encargar personalmente de que no salga, porque ustedes son
una lacra para nosotros y hartas ganas tengo de echarme a un huevón
al pecho. Eso es todo. Les advierto: tengan cuidado -hizo una pausa y
miró ceremoniosamente en derredor suyo-, la pampa es traicionera,
en el día hace mucho calor y en la noche mucho frío; calor
en el día, frío en la noche, ¿entendido? El que quiera
suicidarse que lo haga, pero que no use una gillette para cortarse las
venas sino cinco, para que así se despache más rápido
y no nos cause problemas.
Después de una pausa en que se abatió un profundo silencio,
haciendo aún más desolador el vasto desierto que nos rodeaba
más allá de las alambradas que marcaban el perímetro
del campo, continuó:
–Ahora los vamos a ir nombrando y formando en grupos de a doce.
Cuando escuchen su nombre deben contestar ¡presente, señor!
Y correr hacia ese sector de allá. Bien, vamos a comenzar.
–Cárcamo Cárcamo Juan.
–¡Firme señor!
El prisionero, semidesnudo, llevando sus ropas y pertenencias a cuestas,
intentando sujetarse el calzoncillo con el elástico vencido, empezó
a correr hacia el lugar que había indicado Minoletti, quien lo
siguió con la mirada hasta que se detuvo.
–¡Ven para acá, huevón! -le gritó.
Extrañado de que lo llamase, Cárcamo se dirigió hasta
él y como un equeco se cuadró imitando el gesto militar,
tratando de que no se le cayeran las cosas de los brazos. Sin previo aviso,
Minoletti le dio una tremenda cachetada.
–¿Cómo te enseñaron a contestar?
–¡Firme señor! -gritó de nuevo, siguiendo las
enseñanzas que nos habían prodigado los suboficiales mayores
en el Estadio Nacional sobre la forma disciplinada de responder a un llamado,
y lo hizo incluso con más convicción, puesto que creyó
que el castigo se debía a una cierta pusilanimidad en la respuesta.
Minoletti le dio otra sonora bofetada. Y después, en su típica
actitud teatral comenzó a discursear de nuevo:
–Para que nos vayamos entendiendo, señores, dentro del ejército
estamos acostumbrados a tratarnos de Firme Señor, y ustedes no
son del ejército, ustedes son civiles, son prisioneros de guerra,
y los civiles tienen que tratarnos a los del ejército de Presente
Señor, ¿entendido? Se los repito: entendámonos bien,
señores, para que no tengamos problemas.
Hizo una larga y premeditada pausa durante la cual recorrió con
la mirada a todos los prisioneros que rodeaban el perímetro de
la cancha de fútbol de tierra y sal apisonada, y prosiguió:
–Cárcamo Cárcamo Juan.
–Presente, señor -atinó esta vez el prisionero.
–Cereceda Parra Ángel.
–Presente, señor -respondió el músico, hijo
de Violeta Parra, y se lanzó a correr hasta el lugar que le habían
indicado. Minoletti lo alcanzó y ‘lo ayudó’
en la carrera con una patada. Después regresó al lugar en
que estaba antes.
–Céspedes Mario -continuó la lista.
–¡Presente, señor! -gritó antes de empezar a
correr el profesor de historia cuyo famoso programa de concurso en la
televisión ‘¿Cuánto sabe usted?’ había
marcado a principios de los años 70 los más altos niveles
de audiencia-. Minoletti corrió detrás suyo y lo elevó
en el aire con una feroz patada en las asentaderas. No podía creer
lo que veía. ¿Tratar así a un señor de bastante
edad, que hasta mi abuela, con todo lo conservadora que era, admiraba
por su cultura?
Minoletti volvió después a pasar lista en un tono que marcaba
lo íntimamente satisfecho que estaba con su acción. Denigrar
a ese respetable y conocido ciudadano debe haber sido miel para sus instintos.
–Jeria Espinoza Juan.
–Presente, señor.
–Jiménez Augusto.
–Presente, señor.
–Lizama Antonio.
–Pre, pre, pre… -titubeó el prisionero- ¡Firme
Señor!
–¡Ven para acá, huevón!
Lizama se quedó estático, paralogizado, incrédulo
del error que sus nervios le habían hecho cometer. Minoletti y
sus soldados fueron donde él a grandes zancadas.
–¿Cómo te enseñaron a contestar?
Lizama temblaba, tratando de sacar la voz desde un tartamudeo incontrolable.
–Pre... pre... presen... ¡Firme Señor!
Minoletti le dio otro par de bofetadas y uno de los soldados le descargó
un culatazo en las costillas.
–¡¡¿Cómo que firme señor, conchetumadre?!!
–Pre... pre... presente señor.
–Aprendiste, huevón; a ver, repite.
–Pre... presente señor.
–Para que nos vayamos entendiendo desde ahora, señores -despidió
al prisionero con una patada-, se los voy a repetir por última
vez: ustedes son prisioneros de guerra, y no se les va a tolerar ninguna
muestra de indisciplina. Ahora van a tener que actuar disciplinadamente;
nosotros aquí queremos que algún día ustedes lleguen
a ser soldados, pero para eso falta mucho todavía, porque primero
tenemos que enseñarles a ser personas, y para eso tienen que olvidarse
pronto de todas las ideas que los marxistas les metieron en la cabeza.
Porque aquí, señores, no queremos marxistas, aquí
queremos soldados, ¿está claro?… ¡Cozzi Adolfo!
-gritó.
Oí mi nombre y grité con todas mis fuerzas:
–¡Presente, señor!
El grito fue desmedido y Minoletti me quedó observando durante
toda la carrera que di aferrando mis ropas hasta el grupo que me correspondía.
Cuando paré de correr y me quedé inmóvil, mirando
alternativamente el camino que había hecho para ver si no se me
había caído nada, y a Minoletti, éste seguía
observándome. Por un instante pensé que me iba a llamar
pero de pronto desistió y leyó el siguiente nombre de la
lista. Me reproché a mí mismo no haber seguido con la pauta
autoimpuesta en el Estadio Nacional que me había servido para sobrevivir:
no hacerme notar, pasar desapercibido, ser invisible, aunque involuntarios
gestos míos traicionaran esa intención.
En esos instantes, sobre el horizonte apareció una bola roja que
comenzó a ascender. Los soldados empuñaron sus fusiles en
ademán de defensa y Minoletti también se quedó mudo,
a la defensiva. La bola roja, incandescente, que despedía destellos
de colores, siguió ascendiendo hasta desaparecer en el firmamento.
Algunos dijeron que se trató de un objeto volador no identificado,
alguien dio la explicación científica de que podía
tratarse de gases inflamados que subían desde el cráter
de algún volcán lejano y un chistoso de mi grupo comentó:
‘son los rusos que vienen a liberarnos’, lo que, no obstante
el desmoralizador discurso del capitán Minoletti, despertó
algunas risas”
Si te gustó esta página...
Recomiéndala
|