Edición 678 - Desde el 9 al 22 de enero de 2008
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Autor: JESUS ARBOLEYA CERVERA (*)
(*) Ex diplomático cubano, doctor en ciencias históricas, profesor de la Universidad de La Habana, profesor invitado de la Universidad Arcis.

 

EN la Sierra Maestra: Fidel y Raúl Castro, Che Guevara, Juan Almeyda y otros compañeros del Movimiento 26 de Julio.

En 1902 se instauró en Cuba lo que pudiera ser considerado el primer régimen neocolonial del mundo.
A decir verdad, ni siquiera el gobierno de Estados Unidos sabía lo que estaba haciendo. La intención de los expansionistas de ese país era simplemente establecer una colonia, tal y como hicieron con Puerto Rico y Filipinas, las otras dos posesiones españolas obtenidas como resultado de la guerra.
Si ello no fue posible en Cuba, fue por la existencia de un sentimiento anticolonial expresado en 30 años de guerra, donde, sin la ayuda de nadie, más bien contra el mundo, se derrotó al ejército más poderoso que jamás se había instalado en América.
Optaron entonces por una fórmula que parecía bastante simple: otorgarle a Cuba la independencia formal, preservando el control económico y político de la isla.
No obstante, desde mi punto de vista, existe una diferencia fundamental entre el colonialismo y el neocolonialismo, y es referido al papel de la burguesía nativa.
Con todo lo entreguistas y pusilánimes que hayan podido ser la mayoría de sus miembros, de las burguesías nativas surgieron los movimientos que encabezaron la independencia y dieron forma a nuestras identidades nacionales, lo que otorgó a esta clase la representación de la nación frente al poder colonial. Sin embargo, en el neocolonialismo este papel se transforma radicalmente. En tanto testaferros del poder extranjero y siendo parte orgánica del nuevo sistema de dominación, la burguesía nativa pasó a desempeñar el papel de representante del poder imperialista dentro de la nación y como clase, nunca podrá escapar de esta condición, porque el capitalismo global hizo obsoleto el nacionalismo burgués del siglo XIX, dejando a las burguesías nativas sin opciones revolucionarias.
Cuba devino, por tanto, en laboratorio social del régimen de dominación que hoy día rige en todo el Tercer Mundo y ello determinó los procesos políticos cubanos a lo largo del siglo XX.
Después de un período caracterizado por el desmantelamiento de las fuerzas que llevaron a cabo la revolución independentista, la revolución de 1930 expresó la resistencia a un régimen neocolonial imperfecto, donde la voracidad de los monopolios norteamericanos llegó prácticamente a asfixiar a la propia oligarquía nativa, generando el caos social en el país. Pero también la revolución fue caótica y resultó incapaz de hacer prevalecer sus objetivos. Fue una revolución popular, de los trabajadores, los estudiantes y el sector más progresista de la intelectualidad, la cual tuvo el mérito de consolidar una ideología revolucionaria, revitalizando los objetivos más radicales del proceso independentista, esta vez enfrentado a un poder mucho más difuso que la burda opresión colonialista.
La contrarrevolución, auspiciada por Estados Unidos, desató la represión generalizada y colocó a los militares como garantes del sistema. Pero una vez amainada la situación, se dio a la tarea de construir un sistema democrático representativo supuestamente perfecto, donde convivieron todas las fuerzas políticas del país, incluso los comunistas, en un entorno facilitado por las segunda guerra mundial.

La dictadura de Batista

Las repercusiones de la guerra fría, expresadas en un macartismo feroz por parte de las fuerzas consideradas liberales en Cuba, y el golpe de Estado de 1952, a tono con los criterios de seguridad continental que regían la política norteamericana de entonces, dieron al traste con este proceso aparentemente democrático e instauraron la sangrienta dictadura del general Fulgencio Batista.
En 1933 el sargento Batista traicionó a sus propios compañeros de armas y se vendió a los norteamericanos para encabezar a la contrarrevolución. Pero también fue quien inauguró la apertura democrática a finales de esa década, expresada en una de las Constituciones más progresistas de su época. Ganó, de forma más o menos legítima, las elecciones de 1940, y entregó pacíficamente el poder a sus oponentes, cuando perdió las de 1944. Una historia que dejaba en claro que todo, ya sea dictadura o democracia, tenía la misma marca de fábrica.
Un hecho cierto es que el golpe de Estado de 1952 apenas tuvo oposición. Los diversos grupos políticos, incluido el gobierno, aceptaron el hecho consumado y las fuerzas revolucionarias estaban escasamente organizadas. El llamado régimen democrático estaba desprestigiado debido a la corrupción y el descrédito de los partidos y las principales figuras políticas del país, por lo que la dictadura vino a culminar un proceso de deterioro que ya era sistémico.
No obstante, vale recalcar, para ajustarnos a la verdad histórica, que fue la dictadura, con el decidido respaldo de la oligarquía nacional y el apoyo consecuente de Estados Unidos, y no la revolución de 1959 quien voló en pedazos las instituciones democrático-representativas cubanas. La revolución no ocurre en un país sumido en la pobreza absoluta. Al contrario, Cuba, en la década del 50, figuraba entre los países latinoamericanos con mejores indicadores macroeconómicos. Basta señalar que era segundo en ingreso per cápita; primero en televisores, teléfonos y automóviles por habitante; tercero en consumo alimenticio y cuarto en personas alfabetizadas. Era, por cierto, el país del mundo donde más Cadillacs por persona se vendían.
Sin embargo, según investigaciones de la nada revolucionaria Agrupación Católica Universitaria, casi el 70% del campesinado vivía en casas con techo de guano (hojas de palma, N. de PF) y piso de tierra, el 85% no disponía de agua corriente y el 54% no tenía ningún tipo de servicio sanitario. Sólo el 11% de las familias campesinas consumía leche, el 4% carne y el 2% huevos; el 14% había padecido tuberculosis, el 36% tenía parásitos y el 44% no sabía leer ni escribir. En general, el desempleo o el subempleo abarcaban más del 25% de la población laboralmente activa y la mayoría apenas trabajaba los tres meses anuales de la zafra azucarera. Este cuadro de contradicciones, típico del desarrollo desigual del capitalismo a todas las escalas, es precisamente lo que explica el hecho revolucionario cubano.

Factores del proceso revolucionario

Nunca las revoluciones han sido una consecuencia directa del pauperismo de ciertos pueblos o comunidades. Para que ocurra una revolución se requiere de cierto grado de desarrollo social y de una cultura política que articule a las fuerzas emergentes. Por muy primitivas que parezcan, las revoluciones son resultado del acto consciente de las masas, lo que los revolucionarios cubanos han denominado las “condiciones subjetivas” de la revolución.
En el caso de la Revolución Cubana convergieron múltiples factores: la incapacidad del régimen neocolonial para satisfacer las necesidades y las expectativas de la mayoría de la población, generando desigualdades insultantes para la dignidad humana; lo políticamente insoportable que resultaba la dictadura; el desprestigio de los partidos políticos y el descrédito de la democracia representativa como alternativa; las tradiciones de lucha del pueblo cubano, que en apenas un siglo había llevado a cabo cuatro revoluciones; una conciencia nacionalista muy fuerte, concretada en un antiimperialismo que tenía sus raíces en el pensamiento martiano; y la emergencia de una dirección revolucionaria que logró ganar un inmenso apoyo popular alrededor de la figura de Fidel Castro.
La creación del ejército guerrillero fue el aporte fundamental de Fidel Castro a la táctica insurreccional revolucionaria. Aunque fue inicialmente incomprendido por otras fuerzas revolucionarias, incluso por dirigentes del propio Movimiento 26 de Julio, la constitución del ejército guerrillero demostró responder de manera óptima a las condiciones que exigía la revolución en Cuba. En primer lugar, porque la guerrilla no habría podido existir sin un apoyo popular concreto, lo que, a diferencia de la lucha clandestina urbana, la convierte en un movimiento de masas que sobrepasaba el volumen de la tropa guerrillera. La guerrilla se enfrenta directamente con el ejército, que en el caso cubano constituía la columna vertebral del régimen, potenciando el impacto político de las acciones más allá de su importancia militar específica.
Sin ser una revolución agraria, a la guerrilla se integraba el campesinado, la fuerza trabajadora fundamental del país y el sostén económico de la oligarquía nacional y los monopolios extranjeros, convirtiéndola en la base social del sistema neocolonial.
Finalmente, del ejército guerrillero podía surgir la fuerza organizada y suficientemente disciplinada que ocupara de inmediato el control del gobierno, evitando el caos en el país, como había ocurrido en 1933.
Aún así, sería un error suponer que el proceso insurreccional fue conducido de manera organizada, a partir de un proyecto político perfectamente articulado. Por el contrario, ningún partido encabezó la revolución y múltiples ideologías participaron del debate.

Programa antiimperialista

No obstante, vale apuntar que sin tratarse tampoco de una revolución proletaria, el enfrentamiento al sistema neocolonial demarcó con bastante claridad las fronteras clasistas del conflicto y la mayor parte de las fuerzas revolucionarias, más allá de su oposición a la dictadura, enarbolaron un programa bastante definido en su sentido antiimperialista. Lo que, a la larga, constituyó la base de la unidad alcanzada con los sectores más radicales.
El primer gobierno de la revolución intentó limitarse a los objetivos nacionalistas, por ello hubo una activa participación de los sectores más progresistas de la burguesía nacional cuyo proyecto se centraba en el desarrollo de la industria nacional, enfrentada a una competencia desigual con los monopolios de la oligarquía y los capitales extranjeros. Pero tal alianza duró poco, en realidad cuesta creer que el pueblo podía asumir de buena gana el costo social que significaba desarrollar una empresa nacional privada, cuando ello se hacía a costa de peores salarios y más altos precios, y cuando el discurso de los hombres que encabezan esta corriente estaba lejos de las aspiraciones más radicales de la revolución.
Otra razón que alteró la alianza es que el antiimperialismo tiene grados y, para la mayoría de estos representantes de la burguesía nacionalista, un enfrentamiento radical con Estados Unidos constituía un suicidio que no estaban dispuestos a cometer. Es por ello que, a medida que la revolución avanza en su programa político y social, la burguesía nacionalista se distancia de la revolución y se acerca a Estados Unidos, hasta constituir un sector específico de la contrarrevolución, igualmente subordinado a la CIA.
A estas alturas del proceso las demarcaciones clasistas de la Revolución Cubana resultaban tan evidentes, que el socialismo resultó una consecuencia lógica de la dinámica de los acontecimientos, vinculando de manera orgánica los objetivos antineocolonialistas del proceso con la organización social que podía asegurarlos, convirtiendo a Cuba en el primer país socialista que proviene de un Estado neocolonial.
Esta naturaleza, que la define como la primera revolución antineocolonialista victoriosa de la historia, distingue a la Revolución Cubana de los movimientos anticolonialistas africanos y asiáticos que ocurren después de la segunda guerra mundial, y constituye un adelanto de lo que sigue en América Latina, donde van a distinguirse los casos (….)

 

(Este artículo se  publicó completo en la edición impresa de “Punto Final” Nº 678, 9 de enero, 2009. Suscríbase a Punto Final)