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Los dramáticos veinte años de Carlos Gardel y Piñera
El candidato presidencial de la derecha ha invocado, como lema central de su campaña, la necesidad del cambio. Debe entenderse que alude a las estructuras o a las atribuciones del Poder Ejecutivo, que no están reglamentadas en la Constitución de 1980 ni en las leyes orgánico-constitucionales que él mismo y los dos partidos políticos que representa redactaron e hicieron aprobar, en un acto electoral ilegítimo y convocado en la más cruenta etapa de la dictadura. Porque no cabe concebir que ignore la imposibilidad de modificar la legislación constitucional bajo el sistema binominal de las elecciones de diputados y senadores, que la misma Constitución estableció con la perversa finalidad de que jamás se aplique en Chile el “derecho a la autodeterminación de los pueblos”. Es decir, la soberanía, que la propia Constitución reconoce solemnemente en su art. 5°, para luego hacerla impracticable en su art. 15°.
De manera que “el cambio” que pregona a través de su prolongada, millonaria y difundida campaña, sólo podría consistir en algunas enmiendas accesorias, sutiles e intrascendentes. A menos que se proponga infringir la Constitución, que él mismo contribuyó a imponernos.
No obstante, la audacia de este candidato para utilizar hábilmente la ignorancia de algunos y la ingenuidad de otros, ha transformado el escenario político en un juego de ilusionismo. Porque su idea central de cambio está siempre sustentada en el lugar común, de “mirar hacia el futuro y olvidar el pasado”; como si las opciones del porvenir pudieren ser inocuas y descontaminadas de los acontecimientos pretéritos que las causaron. Es en función de esa estrategia simulatoria que el enigmático postulante a la primera magistratura fundamenta su lema sobre la “necesidad de cambio”. Hay dos afirmaciones que ha venido repitiendo con aparente obsesión. La primera consistiría en que la Concertación de Partidos por la Democracia ha detentado ya, durante 20 años, el Poder Ejecutivo; y la segunda radica simplemente en tres anuncios de atrayente perspectiva: eliminación de la delincuencia, un millón de nuevos empleos y extinción definitiva de la extrema pobreza. Leídos y escuchados así, escuetamente, en sus breves titulares, los fundamentos del cambio parecieran ser justos y apetecibles para quienes no tienen tiempo de pensar.
Resulta en consecuencia indispensable para el auténtico “ejercicio de la precaria soberanía” de que disponemos y para el leal cumplimiento del “deber de votar”, que reflexionemos brevemente sobre los dos fundamentos con que el postulante de la derecha pretende justificar “la necesidad del cambio”.
En primer término, su argumento es exclusivamente temporal. Porque estima, para una misma tendencia política, “que 20 años es mucho”; y reiterado por él como estribillo, suena a contrapunto del inolvidable tango de Gardel, “Volver”, que lo contradice -pero melódicamente- sosteniendo “que 20 años no es nada”. La cita, aunque resulte una humorada, sugiere una inferencia significativa. Porque el cantante argentino pondera los veinte años desde una perspectiva individual; y el líder político califica el mismo tiempo con visión colectiva, es decir, para los 16 millones de chilenos. Ambos exageran, pero curiosamente lo hacen en sentido contrario a la real duración de la temporalidad personal, excesivamente breve respecto de la temporalidad social. Este primer argumento no sólo revela la inspiración individualista del candidato y de la agrupación política que representa, sino que además, prescinde de la experiencia histórica que la propia Derecha se encargó de cultivar. El siguiente recuento prueba esta afirmación.
Los años de la derecha
En efecto: desde el término de la guerra de la Independencia, en 1827 (año de la integración del territorio nacional con las batallas de Pudeto y Bellavista), hasta 2009, han transcurrido 182 años de vida republicana e independiente. En el curso de este período de nuestra historia como nación, la derecha (Partidos Conservador y Liberal, hoy autonominados Unión Demócrata Independiente y Renovación Nacional, respectivamente) ha detentado el Poder Ejecutivo por un tiempo total de 133 años; mientras los partidos contrarios, llámense de centro, centro-izquierda o izquierda -incluyendo entre ellos los dos períodos de gobierno del general Carlos Ibáñez- suman sólo 49 años. Esto significa que en las tres cuartas partes de su breve historia, el Estado de Chile ha sido gobernado por la derecha durante 110 años con presidentes que militaban en sus partidos; durante 6 años, apoyando con plena y excluyente asesoría a un presidente radical; y durante 17 años, sirviendo incondicionalmente a una dictadura surgida de un alzamiento armado, promovido y apoyado por la propia derecha.
En la oposición, la derecha sólo ha estado durante 49 años; y siempre ha significado un peligro contra el Estado de derecho. La historia registra, al menos, 11 acciones conspirativas o sediciosas, de las cuales se dice que tuvo éxito en cuatro ocasiones -si pudieran llamarse éxitos para alguien los alzamientos armados, las guerras civiles y los atropellos atroces contra los derechos humanos esenciales-. Porque para las mentalidades egolátricas y reaccionarias, el éxito consiste en alcanzar lo que se pretende; el fin siempre servirá para justificar cualquier medio. Lamentablemente, para las personas precarias de sentido social y para los cristianos indiferentes al amor al prójimo, la batalla de Lircay, en 1831, la guerra civil de 1891, el alzamiento armado de los universitarios de 1931 y el golpe militar de 1973 y su consiguiente dictadura, fueron “éxitos políticos” que condujeron al orden y al progreso, según las extrañas reflexiones de esos compatriotas.
Pero el tiempo excesivo a que el candidato derechista alude corresponde sólo a los últimos 20 años, en que el Poder Ejecutivo -y sólo el Poder Ejecutivo- ha estado en manos de la Concertación de Partidos por la Democracia. No forma parte de este análisis hacer recuentos de los avances sociales extraordinarios, del número y la utilidad de las obras materiales realizadas y de la eficiencia en el manejo de las finanzas públicas de los cuatro últimos gobiernos. Todo ello, a pesar de las limitaciones obstructivas que representó durante 8 años la presencia del ex dictador en el cargo de comandante en jefe del ejército, con sus ejercicios de enlace y de boinas varias, la vigencia durante 10 ó 12 años de los senadores designados y también del ex dictador como senador vitalicio; y la fabulosa deuda externa que dejó el régimen de facto, cuya economía y asesoría política fueron manejadas por la derecha.
No obstante, y mucho más trascendente que todas sus realizaciones, la Concertación exhibe el mérito histórico de haber reconstituido el Estado de derecho, como principio elemental del orden jurídico; y de haber inspirado y difundido con su ejemplo los preceptos morales de tolerancia a la diversidad y de solidaridad con los sufrientes, como fundamentos esenciales de toda convivencia humanista, civilizada y pacífica. Todas las personas actualmente mayores de 45 años, están en condiciones de comparar -por la evidencia de sus propias percepciones- la conducta de la derecha con la conducta de la Concertación respecto de estos valores éticos, jurídicos y sociales.
El segundo fundamento de su lema sobre “la necesidad del cambio” consiste simplemente en la enumeración de los resultados -naturalmente positivos y favorables- que asegura conseguir a través de las medidas de su eventual mandato. Nadie podría criticarlo diciendo que -como todos los políticos- promete mucho pero después no cumple. Eso sería tergiversar lo que dice, porque sus anuncios no son “promesas” sino “premoniciones”. No sabemos lo que haría si él fuera presidente; sólo nos consta lo que dice que acontecería si él llegara a serlo.
En otras palabras, el candidato de la derecha -emulando a Zaratustra- anuncia el advenimiento de la justicia y la felicidad sin saber cómo ni por qué; pero confirmando el cuándo; puesto que preconiza su ocurrencia en el curso de su eventual mandato.
Promesas en el aire
Entre los beneficios colectivos que asegura lograr, hay tres que repite invariablemente en sus frecuentes intervenciones: eliminación de la delincuencia, un millón de nuevos empleos y extinción de la extrema pobreza. Se trata sin duda de un optimista pronóstico, que merece al menos dos observaciones.
En primer término, los cuatro candidatos que postularon a la Presidencia fueron coherentes en esos tres propósitos; y lo fueron también los que postularon al Senado y a la Cámara de Diputados. Es verdad que hay numerosas opciones sobre la manera de alcanzarlos; pero sería una imputación muy arbitraria atribuirle a alguien el propósito de que la delincuencia, la cesantía y la indigencia no disminuyeran o que aumentaran en el futuro. No obstante que las dimensiones de hoy -en los tres rubros- son considerablemente menores que las registradas entre 1973 y 1990, cuando los dos partidos que representa este candidato controlaban la justicia común y la economía, y asesoraban en materia política al dictador, incluyendo en esa asesoría la persecución implacable contra los opositores. Resulta, en todo caso, poco serio insistir en finalidades a que todo Chile aspira, sin precisar las medidas que ha escogido para poder alcanzarlas.
En segundo lugar, los tres temas centrales seleccionados por el postulante de la derecha para fundamentar lo que él llama “la necesidad del cambio”, están estrechamente relacionados y corresponden al área de las ciencias sociales que estudia las contingencias ético-jurídicas de la cultura social contemporánea. Se trata de materias absolutamente ajenas al conocimiento y al quehacer de Piñera; por lo menos así se desprende de los antecedentes de su personalidad que se han hecho públicos. Constituye por ello una falta de respeto para quienes han dedicado su vida a las ciencias sociales y al derecho, y también para la ciudadanía en general, que un aspirante a la primera magistratura dé por resueltos estos graves problemas, que implican sufrimientos dramáticos para miles de personas, con la instantánea certeza y liviandad con que se ordena la compra de las acciones que están al alza y la venta, con urgencia, de las que se sabe que van a bajar.
No se resuelve la pobreza ni la cesantía con el simple anuncio de que “surgirá un millón de empleos”. Como tampoco se termina con la delincuencia en virtud de la metafórica expresión “ponerle candado a la puerta giratoria”; ni con la drástica medida de poner 100.000 carabineros en la calle, medida impracticable por lo menos durante los próximos ocho o diez años, según se estima dentro de la propia institución. El candidato en referencia -naturalmente ignorante en la materia- confunde la reducción del número de delincuentes y la gravedad de los delitos, con la represión de sus responsables.
El asesinato de Frei Montalva
Pero en el momento de cerrar estas reflexiones Chile ha sido sorprendido con una información estremecedora: “La justicia ha confirmado que el ex presidente Eduardo Frei Montalva murió víctima de homicidio por envenenamiento”. El hecho es repulsivo por lo premeditado y alevoso, agravantes generales aplicables a cualquier delito. Pero se trata aquí de una criminología extraña a los delitos comunes, que más allá del daño de la víctima acentúa el riesgo colectivo de la convivencia, obstruye las libertades de pensamiento y de opinión y deteriora seriamente la dignidad histórica de la nación. Estos efectos sociales se deben a que el hecho -probado en su perpetración y con presunciones concurrentes respecto de su autoría, complicidad y encubrimiento- exhibe tres características que lo ubican en la categoría de crímenes de lesa humanidad:
- El móvil no pudo ser sino de intención política, dada la condición de figura nacional de la víctima y las condiciones elegidas para su eliminación.
- La advertencia que representaba -en esa época- contra el ejercicio de las libertades políticas, sociales y culturales; particularmente por su generalizada impunidad.
- La reiteración abrumadora de crímenes de esta categoría, como fueron los perpetrados contra generales disidentes, ex ministros, ex parlamentarios, dirigentes sociales y sindicales, sacerdotes nacionales y extranjeros vinculados a los sectores populares; personajes que suman más de 200 personas.
Precisamente, estos son los delitos -que junto a las masacres de grupos populares- más han dañado a nuestra sociedad. Pero el señor Piñera y sus seguidores inmediatos no los incluyen en su rigurosa condena; porque la derecha, con esta categoría de delitos no sólo fue tolerante, sino inductora intelectual y permanente encubridora. Por eso carece de ascendiente moral para invocar el cambio.
JOSE GALIANO H. (*)
(*) Abogado de derechos humanos.
(Publicado en Punto Final, edición Nº 701, 24 de diciembre, 2009. Suscríbase a PF)
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