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Chile y su antipolítica exterior
Al actual gobierno parece sobrarle interés por ciertos temas -en los cuales concentra toda su energía- y hay otros que parecen estorbarle. Por ejemplo, las relaciones exteriores. Si mañana el presidente decidiera eliminar ese Ministerio, tal como van las cosas, no le sería muy difícil. La dirección económica de la Cancillería podría ir a parar a manos de Longueira; Defensa podría asumir las relaciones con los países vecinos; Interior se podría hacer cargo en exclusiva de los asuntos aduaneros y de migración, y Presidencia podría subsumir toda la agenda diplomática global, con su calendario de cumbres y eventos que están por venir. Y no pasaría nada. Una pequeña oficina podría llevar el control de las embajadas y se mantendría a los archiveros para que conservaran la documentación.
Se hace muy difícil criticar la política exterior de Piñera, porque no parece que exista algo parecido a ello en la actualidad. Durante los años de la Concertación podríamos estar más o menos de acuerdo con la orientación de las relaciones exteriores, pero era evidente que había una política. Tuvimos cancilleres más progresistas (como Mariano Fernández o Juan Gabriel Valdés) y más conservadores (como Alejandro Foxley o Ignacio Walker) pero el marco general, siempre estuvo muy claro. Había argumentos que sostenían una forma de posicionar a Chile en el mundo, y de concebir su papel en el orden internacional. Disintiendo de la política exterior concertacionista, reconozco que había razones y fundamentos en su formulación. Por eso se podía debatir, contra-argumentar y la ciudadanía le pudo torcer la mano a Soledad Alvear cambiando el voto de Chile en el Consejo de Seguridad de la ONU, a pocas horas de la invasión estadounidense a Iraq.
Hoy, en cambio, por más que se busque, no se encuentran razones ni marcos lógicos que permitan formular una evaluación de la política internacional del gobierno.
Al parecer, cuando Piñera heredó la política exterior de la Concertación, realizó una lectura muy superficial de ella. Resumió el asunto en la formula “apertura de mercados + libre comercio = país jaguar” y para implementarla sacó a Alfredo Moreno de Falabella, y lo colocó a vender la “marca país” por donde pudiera. Y el pobre Moreno, sin mayor trayectoria diplomática que la que dan los viajes de negocios, ha hecho lo que ha podido. Si por casualidad usted ha visto los spots del gobierno de Chile en la BBC, se dará cuenta que son muy bonitos, propios de un país de fantasía creado por la mano experta de publicistas que conocen al público inglés. Si Chile fuera Falabella, no habría problema. El punto es que lo que ha quedado en estos dos años en la retina de los grandes decisores públicos y privados es el famoso artículo de The Economist que tacha de inepto al presidente de Chile. Si Piñera merece o no ese calificativo es tema de debate. El punto es que no hay en la escena internacional nada que contradiga esta percepción.
Resolver esta carencia es difícil ya que la antipolítica exterior de Piñera es un claro reflejo de su propia superficialidad. La concepción del país como “empresa”, la percepción de las fronteras como cercos ante una Sudamérica hostil y agresiva, y la frivolidad de las motivaciones que le llevan a asumir el papel de “niño bueno” ante las potencias occidentales, explican buena parte de la insustancialidad de nuestras relaciones exteriores.
Chile es un país pequeño y alejado de los centros de poder. Por eso, en el tiempo que viene, lo peor que nos puede pasar es ser condenados a la intrascendencia. Lin Limin, director del think tank chino CICIR, planteaba una visión prospectiva de un mundo de tres pisos: en primer lugar, un G2 superpoderoso, con una potencia hegemónica menguante, Estados Unidos, frente a una potencia emergente: China. En el segundo piso, un numeroso conjunto de disímiles potencias intermedias, con una Europa debilitadísima, un Japón de capa caída, y múltiples países que adquieren nuevo poder: Brasil, Sudáfrica, Rusia, India, Indonesia, entre otros. Y finalmente, el resto del mundo, condenado al silencio en las decisiones globales.
Chile no tiene, por sí mismo, el peso demográfico, económico ni político para escapar de ese tercer nivel. Requiere una audaz política de alianzas regionales que le permita liderar una América Latina que sea capaz de integrarse, sin caer en los errores que están hundiendo a la Unión Europea. Santiago podría ser la Bruselas de una Comunidad Latinoamericana de Naciones, con peso propio en la geometría del poder global. Ante tamaño desafío, desconcierta la inacción y trivialidad que guían a la actual Cancillería. Especialmente, si se le compara con la capacidad de otros países, como Argentina y Bolivia, de comprender este asunto. Se demuestra, nuevamente, que sólo hay una cosa peor que una mala política: no tener política.
ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 758, 25 de mayo, 2012
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