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Final con espada en llamas
Una lectura entre líneas de una obra de Neruda puede resultar
apasionante. Más allá de lo que dice el texto, ayuda a rastrear
huellas, tensiones e inquietudes que permiten divagar sobre la intimidad
del poeta. La espada encendida, un libro menor -de los últimos
que escribió Neruda-, aparece rodeado de un aura romántica
como clave del amor otoñal por Alicia Urrutia, sobrina de Matilde
y es, al mismo tiempo, propicio para exploraciones sorprendentes, que
no excluyen la fantasía.
Al acercarse a sus setenta años -el tiempo de nuestra vida según
el salmista- Neruda se embarca en un poema amoroso, que resulta, además,
obra apocalíptica de cuño prometeico. Toma pie en el Génesis
y hace una reconstrucción alterada del relato bíblico, centrada
en otra pareja primordial, el anciano Rhodo -con 130 años, el doble
de los que él mismo tenía cuando empezó la obra-
y Rosía, doncella muy joven, sin edad.
Al comienzo, el poeta resume el argumento. Rhodo es un viejo rey, fugitivo
de las grandes devastaciones que terminaron con la humanidad. Viaja hasta
“las espaciosas soledades magallánicas” y se decide
a ser el último habitante del mundo hasta que aparece Rosía,
sobreviviente de la destrucción de la Ciudad de los Césares,
especie de paraíso terrenal oculto en los vericuetos del sur. Desencantado
de las guerras, las luchas en los desiertos y las aventuras del poder,
Rhodo busca “tierras para un nuevo reino; aguas azules para lavar
la sangre / en medio de bosques, aguas puras, ventisqueros y montes”.
La presencia aterradora de un volcán en actividad, que representa
la muerte y el castigo, la espada encendida que oculta en su hondura,
altera la felicidad del amor que se despierta en la pareja, porque Rhodo
y Rosía se enamoran con sólo verse, se buscan desesperados
en el remolino de la pasión. Con todo, se sienten oprimidos por
el volcán. Deciden construir una embarcación para huir acompañados
de animales y pájaros. El volcán estalla lanzando a los
cielos la espada llameante, instrumento de la venganza de Dios.
Los amantes sobreviven solos a la catástrofe y llegan a un mar
azul, sobre el que brilla el sol en un cielo sin manchas mientras sueñan
con el futuro, tal vez con una tierra y un cielo nuevos, en una especie
de parusía sin Jesucristo. Han tomado el destino en sus manos.
Viniendo de la muerte llegan a la vida y se dan a la tarea de construirla
una vez más.
Hay detalles relevantes que incitan la imaginación. Rosía
es la sobreviviente de un mundo ideal que ha dejado de existir, Rhodo,
hastiado, abandona la lucha y la guerra sin término. Es como si
ambos expresaran la pesadumbre ante las ilusiones desvanecidas, y el cansancio
por una brega que no escatima sufrimientos y horrores.
Rhodo y Rosía son nombres que al parecer significan lo mismo; simplificando,
querrían decir “rosa”. Según el diccionario,
en griego rosa se dice “rodón” y de allí, en
latín, se llama “rhododendron” al árbol de las
hermosas flores entre sonrosadas y purpúreas. Rosía, también
podría ser “rosa”, tal vez no en el sentido etimológico
pero sí por asociación, tal como “Rosía, rosa
nutricia”, “Evarosa” o “Rosaflor”, según
la llama en ocasiones Rhodo, y dice la propia Rosía a su amante:
“...cuando tú llegas / sube en mí / una fragancia
de bosque verde, y me convierto en rosa”.
Hay otros ecos. Rosía suena a nuestros oídos como la palabra
eslava que nombra a Rusia y Rosía también se acerca al sonido
italiano de “rossa”, que es “roja” y casi homófono
de “rosa”, en italiano y en nuestro idioma. Tenemos entonces:
“Rhodo”, rosa y “Rosía”, rosa, roja, Rusia,
como nombres entrelazados. ¿Estamos ante una alusión al
mito de la unidad esencial de los dos sexos en un mismo ser que se segmenta,
separando a los géneros y originando, por lo mismo, la búsqueda
incansable de la unidad perdida, de la recuperación del ser único
a través de la materialización del amor? Si Rhodo y Rosía
son partes de un mismo ser, también de cada uno son la experiencia
e historia del otro.
Una vez más aparece el mito. En la memoria del poeta resuena la
historia de Gilgamesh, el héroe sumerio que cuando muere Enkidú,
su amigo y amante, se interroga con angustia si acaso él mismo
no deberá morir algún día y sale a los desiertos
en busca de respuesta. Logra por fin el secreto de la inmortalidad, que
los dioses niegan a los hombres para que éstos no se les igualen.
Gilgamesh obtiene la planta de la vida eterna, pero la pierde cuando se
la roba una serpiente.
Recordemos brevemente el Génesis. Jehová puso en el Paraíso
dos árboles: el del bien y el mal y el árbol de la vida.
Eva y Adán comen del fruto del primero y se dan cuenta de que están
desnudos, mientras Jehová advierte que lo han desobedecido. En
castigo, los expulsa del Edén y los condena al trabajo, al hombre,
y a Eva, a parir con dolor. Algunos sostienen que la expulsión
no fue sólo un castigo a la desobediencia, sino también
un cuidado de Jehová para que el hombre no accediera al árbol
de la vida que le permitiría ser eterno, como los dioses, “semejante
a Nos” dice la Escritura. Para impedirlo coloca en esa parte del
Edén una espada que echa llamas y está en permanente movimiento
para ahuyentar a los que se acercan al Paraíso. Alguna versión
de la Biblia no habla de espada sino de “un artificio que lanzaba
rayos”. Neruda ha preferido “la espada encendida”, como
seguramente lo aprendió en su infancia cercana a lectores de la
Biblia, y, sobre todo, porque la imagen tiene más belleza.
El tema está asociado a la muerte y a la inmortalidad, preocupaciones
de seguro no ajenas al poeta que envejecía y sentía las
primeras molestias de la enfermedad.
Curiosamente, el tema de la inmortalidad y el Paraíso preocupó
profundamente a alguien que fue muy cercano a Neruda cuando éste
vivía con Delia, el profesor Alejandro Lipschutz, una especie de
sabio universal que escribió sobre el tema discurriendo en torno
al Edén, el árbol del bien y el mal, el árbol de
la vida y la espada en llamas, casi veinte años antes. ¿Quedaron
esas preocupaciones de su amigo rondando en la imaginación del
poeta? Lipschutz concluía que la aspiración del hombre a
la inmortalidad es natural frente a algo tan arrasador como la muerte,
la presencia inevitable de la Nada. Ese anhelo de inmortalidad que se
ha expresado en forma religiosa puede realizarse -para Lipschutz que era
ateo- a través de la cadena interminable de la vida y de la Voluntad
Etica de ayudar a los demás, de luchar junto a ellos para ser más
felices, lo que permite que el hombre siga viviendo en otros y en las
generaciones sucesivas. Neruda no opera explícitamente en esa línea,
porque más que en abstracciones cree en realidades. La solución
es el amor: “tú eres el infinito que comienza” dice
Rhodo a Rosía. Y cuando ésta, producida la catástrofe
salvífica, exclama “rompimos la cadena”, Rhodo le responde:
“Me darás cien hijos” indicando que la inmortalidad
está en la vida que se perpetúa, idea que remarca cuando
dice que el hombre “puede morir, pero debe nacer / interminablemente;
/ no puede huir: debe poblar la tierra, / debe poblar el mar: sólo
los nuevos dioses / mordieron la manzana del amor”.
Y en otra parte reitera el compromiso con los desamparados: “Ahora
qué haremos para reunir / la colmena, el ganado, la humanidad /
perdida / y desde nuestra pobre fuerza compartir / otro pan, otro fuego
sin llanto, / con otros seres parecidos a nosotros, / los acosados, los
desiertos, los fugitivos”.
El poeta trastorna los mitos, refunde, mezcla, sintetiza relatos para
proyectar a Rhodo y Rosía a gran altura. El refugio de ambos no
es el Jardín del Edén, sino un ámbito umbroso, en
medio de ventisqueros y montes, hermosísimo pero lluvioso y frío,
amenazado por el volcán que ronda “con sus garras bajo la
tierra, con ojos amarillos”. No están en ese bosque los árboles
del Paraíso y, a diferencia del relato bíblico, aparecen
animales, pájaros, insectos y plantas. Reales y fabulados: leones
de dos cabezas, tribelias nacidas en los lodazales, polytálamos
congregados desde la arcilla, salamandros enlutados que miran el vuelo
de los astrolantes mientras enormes esporas desenroscan “leñosos
y tiernos anillos”.
No es la única alteración del sentido de episodios bíblicos.
Las estatuas de sal -como la de la mujer de Lot- representan ahora amores
muertos. Están rotas, en el suelo, son mujeres que dejaron de existir
cuando el amor se apagó. Rhodo habla de sus setenta mujeres -en
la numerología del siete, frecuente en las Escrituras. Entrega
nombres, unos pocos bíblicos, otros cristianos, algunos tienen
aromas del Romancero: Blancaflor; Delgadina, Dulceluz y hay los que parecen
inventos juguetones, como Cascabela, Granada, Teresara o Dafna. ¿Son
claves? Tal vez.
Se detiene algo más en tres nombres: Níobe, Beatriz y Rama.
Puede que detrás de ellos se oculten misterios. Especulemos:
Níobe, en la mitología griega, sufre el destino atroz de
ver morir a sus muchos hijos. Podría ser una alusión oblicua
a hijos no nacidos o a hijos que murieron niños, como Malvamarina,
y a diversas mujeres fundidas en un solo nombre.
Con la misma salvedad, pensamos en alguna Beatriz, que como la del Dante,
iluminó el camino del poeta. Una pista apunta a la adolescencia
sureña, cuando escribe: “y Beatriz de tan interminable cabellera
/ que cuando se peinaba llovía en Rayeruca: / caía de su
cabeza lluvia verde, / hebras oscuras descendían del cielo”.
Más misteriosa parece Rama. Es el nombre de una divinidad masculina
del panteón hindú y también, claro, es la parte del
árbol que se desprende del tronco. Podría imaginarse una
referencia oriental, tal vez a Josie Bliss, transmutada de sexo, en la
misma idea de un solo ser segmentado cuyas mitades se buscan, que fue
también rama poderosa que envolvió a su amado casi hasta
ahogarlo: “Rama, la que roba frutas / trepada en la incitante tormenta
como a / un árbol / poblado de manzanas y relámpagos”.
Entretanto, Rhodo, amante traicionero y fugaz, salva responsabilidades
cuando dice: “Nunca amé sino sombras que transformé
en estatuas / y no sabía yo que no vivía”.
Para algunos, enredada y retórica, para otros no bien resuelta,
La espada encendida tiene, sin duda, méritos poéticos, pero
es también un alegato liberador confiado en el poder del amor,
con esa rebeldía esencial que marcó los inicios del poeta
que descubría los secretos de la sociedad opresora. Se alza nuevamente
y proclama la muerte de Dios, que es reemplazado por el hombre: “de
pronto allí, cerca de la cascada / y cerca de morir, con las pestañas
/ quemadas y los cuerpos desollados, / y los ojos amargos de dolor, /
sólo allí comprendieron / que eran dioses, / que cuando
el viejo Dios levantó la columna de fuego y maldición, la
espada ígnea / allí murió el antiguo, / el maldiciente
/ el que había cumplido y maldecía su obra, / el Dios sin
nuevos frutos / había muerto y ahora / pasó el hombre a
ser Dios”
Hernán Soto
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