Edición 563 - Desde el 19 de marzo al 1 de abril de 2004
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Final con espada en llamas

Una lectura entre líneas de una obra de Neruda puede resultar apasionante. Más allá de lo que dice el texto, ayuda a rastrear huellas, tensiones e inquietudes que permiten divagar sobre la intimidad del poeta. La espada encendida, un libro menor -de los últimos que escribió Neruda-, aparece rodeado de un aura romántica como clave del amor otoñal por Alicia Urrutia, sobrina de Matilde y es, al mismo tiempo, propicio para exploraciones sorprendentes, que no excluyen la fantasía.
Al acercarse a sus setenta años -el tiempo de nuestra vida según el salmista- Neruda se embarca en un poema amoroso, que resulta, además, obra apocalíptica de cuño prometeico. Toma pie en el Génesis y hace una reconstrucción alterada del relato bíblico, centrada en otra pareja primordial, el anciano Rhodo -con 130 años, el doble de los que él mismo tenía cuando empezó la obra- y Rosía, doncella muy joven, sin edad.
Al comienzo, el poeta resume el argumento. Rhodo es un viejo rey, fugitivo de las grandes devastaciones que terminaron con la humanidad. Viaja hasta “las espaciosas soledades magallánicas” y se decide a ser el último habitante del mundo hasta que aparece Rosía, sobreviviente de la destrucción de la Ciudad de los Césares, especie de paraíso terrenal oculto en los vericuetos del sur. Desencantado de las guerras, las luchas en los desiertos y las aventuras del poder, Rhodo busca “tierras para un nuevo reino; aguas azules para lavar la sangre / en medio de bosques, aguas puras, ventisqueros y montes”. La presencia aterradora de un volcán en actividad, que representa la muerte y el castigo, la espada encendida que oculta en su hondura, altera la felicidad del amor que se despierta en la pareja, porque Rhodo y Rosía se enamoran con sólo verse, se buscan desesperados en el remolino de la pasión. Con todo, se sienten oprimidos por el volcán. Deciden construir una embarcación para huir acompañados de animales y pájaros. El volcán estalla lanzando a los cielos la espada llameante, instrumento de la venganza de Dios.
Los amantes sobreviven solos a la catástrofe y llegan a un mar azul, sobre el que brilla el sol en un cielo sin manchas mientras sueñan con el futuro, tal vez con una tierra y un cielo nuevos, en una especie de parusía sin Jesucristo. Han tomado el destino en sus manos. Viniendo de la muerte llegan a la vida y se dan a la tarea de construirla una vez más.
Hay detalles relevantes que incitan la imaginación. Rosía es la sobreviviente de un mundo ideal que ha dejado de existir, Rhodo, hastiado, abandona la lucha y la guerra sin término. Es como si ambos expresaran la pesadumbre ante las ilusiones desvanecidas, y el cansancio por una brega que no escatima sufrimientos y horrores.
Rhodo y Rosía son nombres que al parecer significan lo mismo; simplificando, querrían decir “rosa”. Según el diccionario, en griego rosa se dice “rodón” y de allí, en latín, se llama “rhododendron” al árbol de las hermosas flores entre sonrosadas y purpúreas. Rosía, también podría ser “rosa”, tal vez no en el sentido etimológico pero sí por asociación, tal como “Rosía, rosa nutricia”, “Evarosa” o “Rosaflor”, según la llama en ocasiones Rhodo, y dice la propia Rosía a su amante: “...cuando tú llegas / sube en mí / una fragancia de bosque verde, y me convierto en rosa”.
Hay otros ecos. Rosía suena a nuestros oídos como la palabra eslava que nombra a Rusia y Rosía también se acerca al sonido italiano de “rossa”, que es “roja” y casi homófono de “rosa”, en italiano y en nuestro idioma. Tenemos entonces: “Rhodo”, rosa y “Rosía”, rosa, roja, Rusia, como nombres entrelazados. ¿Estamos ante una alusión al mito de la unidad esencial de los dos sexos en un mismo ser que se segmenta, separando a los géneros y originando, por lo mismo, la búsqueda incansable de la unidad perdida, de la recuperación del ser único a través de la materialización del amor? Si Rhodo y Rosía son partes de un mismo ser, también de cada uno son la experiencia e historia del otro.
Una vez más aparece el mito. En la memoria del poeta resuena la historia de Gilgamesh, el héroe sumerio que cuando muere Enkidú, su amigo y amante, se interroga con angustia si acaso él mismo no deberá morir algún día y sale a los desiertos en busca de respuesta. Logra por fin el secreto de la inmortalidad, que los dioses niegan a los hombres para que éstos no se les igualen. Gilgamesh obtiene la planta de la vida eterna, pero la pierde cuando se la roba una serpiente.
Recordemos brevemente el Génesis. Jehová puso en el Paraíso dos árboles: el del bien y el mal y el árbol de la vida. Eva y Adán comen del fruto del primero y se dan cuenta de que están desnudos, mientras Jehová advierte que lo han desobedecido. En castigo, los expulsa del Edén y los condena al trabajo, al hombre, y a Eva, a parir con dolor. Algunos sostienen que la expulsión no fue sólo un castigo a la desobediencia, sino también un cuidado de Jehová para que el hombre no accediera al árbol de la vida que le permitiría ser eterno, como los dioses, “semejante a Nos” dice la Escritura. Para impedirlo coloca en esa parte del Edén una espada que echa llamas y está en permanente movimiento para ahuyentar a los que se acercan al Paraíso. Alguna versión de la Biblia no habla de espada sino de “un artificio que lanzaba rayos”. Neruda ha preferido “la espada encendida”, como seguramente lo aprendió en su infancia cercana a lectores de la Biblia, y, sobre todo, porque la imagen tiene más belleza.
El tema está asociado a la muerte y a la inmortalidad, preocupaciones de seguro no ajenas al poeta que envejecía y sentía las primeras molestias de la enfermedad.
Curiosamente, el tema de la inmortalidad y el Paraíso preocupó profundamente a alguien que fue muy cercano a Neruda cuando éste vivía con Delia, el profesor Alejandro Lipschutz, una especie de sabio universal que escribió sobre el tema discurriendo en torno al Edén, el árbol del bien y el mal, el árbol de la vida y la espada en llamas, casi veinte años antes. ¿Quedaron esas preocupaciones de su amigo rondando en la imaginación del poeta? Lipschutz concluía que la aspiración del hombre a la inmortalidad es natural frente a algo tan arrasador como la muerte, la presencia inevitable de la Nada. Ese anhelo de inmortalidad que se ha expresado en forma religiosa puede realizarse -para Lipschutz que era ateo- a través de la cadena interminable de la vida y de la Voluntad Etica de ayudar a los demás, de luchar junto a ellos para ser más felices, lo que permite que el hombre siga viviendo en otros y en las generaciones sucesivas. Neruda no opera explícitamente en esa línea, porque más que en abstracciones cree en realidades. La solución es el amor: “tú eres el infinito que comienza” dice Rhodo a Rosía. Y cuando ésta, producida la catástrofe salvífica, exclama “rompimos la cadena”, Rhodo le responde: “Me darás cien hijos” indicando que la inmortalidad está en la vida que se perpetúa, idea que remarca cuando dice que el hombre “puede morir, pero debe nacer / interminablemente; / no puede huir: debe poblar la tierra, / debe poblar el mar: sólo los nuevos dioses / mordieron la manzana del amor”.
Y en otra parte reitera el compromiso con los desamparados: “Ahora qué haremos para reunir / la colmena, el ganado, la humanidad / perdida / y desde nuestra pobre fuerza compartir / otro pan, otro fuego sin llanto, / con otros seres parecidos a nosotros, / los acosados, los desiertos, los fugitivos”.
El poeta trastorna los mitos, refunde, mezcla, sintetiza relatos para proyectar a Rhodo y Rosía a gran altura. El refugio de ambos no es el Jardín del Edén, sino un ámbito umbroso, en medio de ventisqueros y montes, hermosísimo pero lluvioso y frío, amenazado por el volcán que ronda “con sus garras bajo la tierra, con ojos amarillos”. No están en ese bosque los árboles del Paraíso y, a diferencia del relato bíblico, aparecen animales, pájaros, insectos y plantas. Reales y fabulados: leones de dos cabezas, tribelias nacidas en los lodazales, polytálamos congregados desde la arcilla, salamandros enlutados que miran el vuelo de los astrolantes mientras enormes esporas desenroscan “leñosos y tiernos anillos”.
No es la única alteración del sentido de episodios bíblicos. Las estatuas de sal -como la de la mujer de Lot- representan ahora amores muertos. Están rotas, en el suelo, son mujeres que dejaron de existir cuando el amor se apagó. Rhodo habla de sus setenta mujeres -en la numerología del siete, frecuente en las Escrituras. Entrega nombres, unos pocos bíblicos, otros cristianos, algunos tienen aromas del Romancero: Blancaflor; Delgadina, Dulceluz y hay los que parecen inventos juguetones, como Cascabela, Granada, Teresara o Dafna. ¿Son claves? Tal vez.
Se detiene algo más en tres nombres: Níobe, Beatriz y Rama. Puede que detrás de ellos se oculten misterios. Especulemos:
Níobe, en la mitología griega, sufre el destino atroz de ver morir a sus muchos hijos. Podría ser una alusión oblicua a hijos no nacidos o a hijos que murieron niños, como Malvamarina, y a diversas mujeres fundidas en un solo nombre.
Con la misma salvedad, pensamos en alguna Beatriz, que como la del Dante, iluminó el camino del poeta. Una pista apunta a la adolescencia sureña, cuando escribe: “y Beatriz de tan interminable cabellera / que cuando se peinaba llovía en Rayeruca: / caía de su cabeza lluvia verde, / hebras oscuras descendían del cielo”.
Más misteriosa parece Rama. Es el nombre de una divinidad masculina del panteón hindú y también, claro, es la parte del árbol que se desprende del tronco. Podría imaginarse una referencia oriental, tal vez a Josie Bliss, transmutada de sexo, en la misma idea de un solo ser segmentado cuyas mitades se buscan, que fue también rama poderosa que envolvió a su amado casi hasta ahogarlo: “Rama, la que roba frutas / trepada en la incitante tormenta como a / un árbol / poblado de manzanas y relámpagos”.
Entretanto, Rhodo, amante traicionero y fugaz, salva responsabilidades cuando dice: “Nunca amé sino sombras que transformé en estatuas / y no sabía yo que no vivía”.
Para algunos, enredada y retórica, para otros no bien resuelta, La espada encendida tiene, sin duda, méritos poéticos, pero es también un alegato liberador confiado en el poder del amor, con esa rebeldía esencial que marcó los inicios del poeta que descubría los secretos de la sociedad opresora. Se alza nuevamente y proclama la muerte de Dios, que es reemplazado por el hombre: “de pronto allí, cerca de la cascada / y cerca de morir, con las pestañas / quemadas y los cuerpos desollados, / y los ojos amargos de dolor, / sólo allí comprendieron / que eran dioses, / que cuando el viejo Dios levantó la columna de fuego y maldición, la espada ígnea / allí murió el antiguo, / el maldiciente / el que había cumplido y maldecía su obra, / el Dios sin nuevos frutos / había muerto y ahora / pasó el hombre a ser Dios”

Hernán Soto

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