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Roberto Bolton: un cura desobediente
Testimonio de fe
EL acto religioso de celebración de los 50 años de sacerdocio de Roberto Bolton
Seguramente cuando el autor, próximo a los 90 años, empezó a escribir (o a dictar, al estar perdiendo la vista) sus recuerdos de vida, pensó en que fueran útiles a los lectores. Sin embargo, a medida que avanzaba se dio cuenta que también escribía para sí mismo. Estaba reviviendo las alegrías y las tristezas de su ministerio, su niñez y adolescencia y sus inquietudes religiosas y su paso por la universidad. Lo visitaban la sombras de sus muertos y las figuras de los que siguen en la lucha, acentuando el carácter personal y la sinceridad de las remembranzas. El resultado es Testigo soy (impreso por IDG, 413 págs.) del sacerdote Roberto Bolton García, libro de memorias que comenzó a escribir hace tres años.
El padre Bolton, como otros sacerdotes -José Aldunate, Mariano Puga, Alfonso Baeza, Pablo Fontaine, que son los más conocidos-, es un hombre notable por su forma de vida y compromiso con los pobres. Trabajó en la educación de seminaristas y participó activamente en el llamado Grupo de los 200, formado por sacerdotes, religiosas y laicos que antes del golpe de Estado de 1973 buscaba un mayor compromiso con los pobres por parte de la Iglesia, acentuando el sello pastoral a diferencia de los “Cristianos por el socialismo” que enfatizaban, además, el compromiso político.
Producido el golpe militar, trabajó clandestinamente con un grupo que buscaba asilo para los perseguidos políticos y facilitaba su ingreso a las embajadas. Se fue a Villa Francia, invitado por Mariano Puga -donde vivió hasta hace poco-. Trabajó diez años como sacerdote obrero en un consultorio de salud, sin dejar de participar en actividades antidictatoriales como la distribución de Policarpo y No podemos callar, publicaciones clandestinas en defensa de los derechos humanos. Fue uno de los fundadores del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, formado por religiosos, religiosas y laicos cuyas acciones públicas de denuncia y resistencia pacífica tuvieron mucha repercusión.
Testigo soy se suma a otros libros publicados por obispos y sacerdotes que tuvieron roles importantes en la Iglesia en los últimos 40 ó 50 años, y especialmente durante la dictadura.
Leyendo a Maritain
Roberto Bolton proviene de una familia de clase media alta, tradicionalmente católica. Estudió en el Liceo Alemán y su educación fue menos cerrada de lo que era habitual en los colegios confesionales. Cursó tres años de odontología, al tiempo que colaboraba en una organización de estudiantes católicos. Conoció al padre Alberto Hurtado a quien, junto al obispo Manuel Larraín, caracteriza como los dos grandes focos de la Iglesia chilena del siglo XX. El padre Hurtado fue fundamental en su decisión de hacerse sacerdote. Fue en un retiro espiritual que predicó el jesuita. Le produjo tal impacto, que esa misma noche conversó con él. Al año siguiente, cuando cumplió 21 años, ingresó al Seminario Mayor. Se ordenó como sacerdote diocesano en 1946 y en su primera misa la homilía la hizo Alberto Hurtado, que ya era su amigo.
De él recuerda gestos y rasgos propios de una personalidad arrolladora: entusiasta, convincente, empático, afectuoso, a pesar de las incomprensiones y la oposición de los conservadores al interior de la Iglesia, contrarios a los cambios y el acercamiento fraternal y no simplemente caritativo hacia los pobres. La justicia social les parecía peligrosa, pondría en peligro el orden natural. Hasta se llegó a prohibir la lectura de Maritain a los seminaristas. Bolton, que se preparaba para ingresar al Seminario, fue a consultar al padre Hurtado porque estaba leyendo un libro del filósofo francés. “Léelo ligerito, para que lo hayas terminado cuando entres”, fue el consejo.
De Manuel Larraín, que fundó la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) y fue su primer presidente, destaca su inteligencia y amabilidad, que no excluía un mesurado sentido de autoridad. Y lo contrasta con monseñor Raúl Silva Henríquez: “El cardenal podía manifestarse muy cercano y amistoso, pero cuando lo creía necesario sabía usar la dureza o al menos la frialdad en el ejercicio de la autoridad”.
En su formación como sacerdote, Roberto Bolton hace agradecidos recuerdos de Alberto Rencoret, un hombre destacado en el Seminario. Lo percibe como un clérigo ejemplar, abierto, comprensivo y dinámico. Sabe que Rencoret tuvo en otros tiempos un problema político ligado a la muerte de un detenido, pero está seguro de que se trata de acusaciones falsas contra alguien que es ahora un hombre ejemplar que, como la inmensa mayoría, quiere que las cosas cambien en la Iglesia. La opinión de Bolton seguramente era compartida por la jerarquía, porque Alberto Rencoret fue nombrado por el Papa arzobispo de Puerto Montt, desempeñándose en ese cargo hasta que una enfermedad lo obligó a retirarse, aunque no del todo, porque súbitamente emergió de su retiro en Constitución para homenajear a Pinochet. Bolton no profundiza más en el caso y parece no saber, hasta hoy, que Alberto Rencoret había sido prefecto de Investigaciones en Valparaíso y considerado el principal responsable del asesinato del profesor comunista Manuel Anabalón.
El más desobediente
A fines de la década de 1950, Roberto Bolton es un sacerdote experimentado. Acusado alguna vez como “el cura más desobediente de la diócesis de Santiago”, porque no acostumbra callar sus opiniones, se ha ganado la confianza de sus superiores. Ha trabajado con los estudiantes universitarios y también con el naciente Movimiento Familiar Cristiano. Sigue viviendo en el Seminario y debe hacerse cargo del Seminario Menor, hasta que es convocado por el cardenal Silva Henríquez para integrarse al equipo que deberá llevar a cabo una experiencia revolucionaria: los seminarios insertos. Se trata de terminar con el Seminario Mayor como había funcionado hasta entonces para organizar a los seminaristas en pequeños grupos que, a cargo de sacerdotes con experiencia y sin abandonar sus estudios, vivirán en los sectores populares de Santiago. La experiencia resulta apasionante para el padre Bolton, aunque finalmente es cancelada por el propio cardenal.
El Grupo Calama
El padre Bolton sigue pensando que los seminarios en medio del pueblo son los seminarios del futuro. Fueron años difíciles, la Revolución Cubana había trastornado muchas cosas. No terminaba de comprenderse la significación del Concilio Vaticano II, cuando emergen los teólogos de avanzada y en América Latina la Teología de la Liberación. En Chile hubo una crisis de vocaciones y surgieron los Cristianos por el Socialismo. Había en marcha otras experiencias renovadoras. El autor recuerda el Grupo Calama, surgido por influencia de un sacerdote holandés, Juan Caminada, que postulaba para la Iglesia recuperar su sentido original distorsionado por siglos de compromiso con el poder, costumbres corruptoras, tradiciones y usos decadentes, y por la burocracia. Era preciso repensarlo todo a través de una nueva praxis en el seno del mundo popular, lo que implicaba convertirse en trabajadores manuales y vivir como ellos. Incluso con militancia en partidos populares, sin excluir al Partido Comunista.
El Grupo Calama estaba compuesto casi exclusivamente por sacerdotes extranjeros y con ellos participaba Mariano Puga. Bolton fue reticente: confiesa que le daban “un poco de miedo algunas de sus exigencias y también el carácter de Juan Caminada (…) Esa personalidad avasalladora como que no iba conmigo”, dice. Reconoce, sin embargo, que la experiencia merecería haberse prolongado si no hubiera sido por el golpe militar, que terminó con todo. El sacerdote Caminada no estaba en Chile y los demás sacerdotes extranjeros fueron detenidos y expulsados del país.
El triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales del 4 de septiembre de 1970 provoca un sismo de gran magnitud en la sociedad chilena. En la derecha cunde el pánico, a pesar de la tranquilidad responsable con que el pueblo celebra su victoria. Bolton, con dos o tres sacerdotes y un puñado de seminaristas que vivían en una casa cerca de la Estación Central, son testigos de la marcha de las muchedumbres alegres que se dirigían al centro a escuchar a Salvador Allende: “Eran la imagen viva de un pueblo feliz”, recuerda. Y precisa: “Yo era un indeciso políticamente, tenía confusión y falta de claridad, estos hechos me fueron aclarando muchas aseveraciones sobre el carácter vengativo o de odio, de revanchismo, de violencia que le asignaban a la clase obrera, a los trabajadores, a los sectores más explotados de la sociedad. Fueron meridianamente desmentidos esa noche y luego en los días siguientes (…) La huída de los ricos de Chile me destapó la visión de un cuadro de tintes bíblicos, que si ahora había uno cuya presencia hacía temblar a los poderosos, a los inconmovibles, a los siempre seguros de sí mismos, entonces por fin había en Chile una presencia que era una buena noticia. Este fue el comienzo de mi conversión política. Habrían otras maduraciones posteriores, pero el comienzo está aquí”.
Nuncio cobarde
Testigo soy llega virtualmente hasta ahora. Es un libro minucioso y entretenido, sus palabras no parecen haber sido “editadas”. Impresiona como relata, por ejemplo, sus viajes por América Latina y su única visita a Europa. Dramática es su última conversación con el joven Rafael Vergara Toledo, poco antes de que fuera asesinado junto a su hermano por Carabineros. También es notable el relato que hace del bochornoso episodio que se produjo en la Nunciatura Apostólica, entonces a cargo de Piero Biggio, en ausencia del Nuncio Sótero Sanz, el 23 de julio de 1974. Esa noche, un grupo de perseguidos por la dictadura formado por algo más de veinte hombres y una muchacha escalaron el muro de la Nunciatura y pidieron asilo político, porque sus vidas corrían peligro. Los acompañaban tres sacerdotes y un pastor luterano. Oficiosamente se había informado del plan a un sacerdote chileno que entonces ayudaba al trabajo de la Nunciatura. Monseñor Piero Biggio reaccionó de la peor manera frente a las solicitudes de asilo. Lo negó terminantemente y llegó a extremo de hacer entrar al recinto diplomático a un par de carabineros. Luego de una gestión al más alto nivel para que el gobierno aceptara dar la condición de recinto diplomático a la casa Padre Damián de los Sagrados Corazones, Biggio se vio obligado a ceder. Bolton no estuvo presente en el episodio, pero lo conoce en detalle porque participó en los preparativos de la operación. Piero Biggio se fue luego de Chile, pero -para vergüenza de la Iglesia- regresó en 1989 como Nuncio Apostólico de Juan Pablo II.
El libro termina con algún desencanto. El sacerdote Roberto Bolton ya no vive en Villa Francia. Ahora está en el refugio de las Hermanitas de los Pobres. Pero no ignora lo que ha ocurrido allí donde vivió tantos años, donde se organizaron comunidades de base y después la Comunidad Eclesial, con un consejo pastoral de laicos, hombres y mujeres, preocupados de la acción religiosa y también de la realidad de la comunidad, del trabajo, de la situación de los derechos humanos y de las condiciones de vida de la gente. Eso terminó. Se impuso la centralidad de la Iglesia y la distancia entre pastores y fieles. “Creo que la Comunidad Eclesial de Cristo Liberador y su consejo pastoral, igualmente como el conjunto de sus comunidades cristianas de base, no significan alguna influencia”, escribe. Muchos laicos se fueron a otras parroquias y otros abandonaron la Iglesia, que hoy está sacudida por tempestades que hacen indispensables cambios profundos. El padre Roberto Bolton anhela que esos cambios enfilen hacia la Iglesia de los pobres, en una vuelta a los orígenes, a la sencillez y a la cercanía. Una Iglesia que sea del amor pero también de la justicia. Esa esperanza no lo abandona.
HERNAN SOTO
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 715, 6 de agosto, 2010)
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