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Placer del silencio
Autor: Germán Carrasco
El otro día me preguntaron qué sonido me agradaba, y dije que el de la lluvia sobre el zinc, que es transversal en todas las clases sociales según un amigo arquitecto. La arquitectura de vanguardia deja espacios para que se sienta ese ruido. Neruda pedía una de las piezas de sus casas con un techo de zinc para sentir esa música. Puede ser fuerte incluso, como la música en un teatro o en un concierto de rock, pero siempre es reconfortante. Lo que no es reconfortante es una mediagua sin los servicios básicos hecha por personas cuyos escritorios son más grandes en superficie que esas mediaguas con cuyas aguas lavan sus culpas. Pero ese es otro tema. Lo que me interesa es el tema del ruido, y llegué a la conclusión que los antecedentes de un paisaje sonoro eran los que lo hacían agradable o desagradable.
El sonido de unos obreros haciendo un ruido sin seguridad laboral, ese sonido en el que uno siente el tedio de la jornada, puede ser más desagradable que la misma intensidad de ruido que hacen niños jugando o las tablas de skate de los adolescentes. No es la intensidad del ruido lo que molesta, es la historia que hay detrás.
Un amigo me dijo que nos juntáramos a compartir unas tazas de un té japonés que había traído de un viaje, y agregó que podíamos compartir también algo de silencio. Me dejó pensando en eso, en las amistades que no necesitan del sobreestímulo constante, sino dejar al silencio y no al vacío que diga lo que tiene que decir. En general, la clase “culta” chilena habla para sobreponerse al otro, con mucho nerviosismo e inseguridad, arrojando información a destajo como para demostrar conocimiento, viajes, experiencia, gustos: el gallinero liberal es una superposición de voces. Por salud, algunos tratamos de huir de ese cotorreo. Está el hecho además de la sobrevaloración de la asertividad, que proviene de la actitud sumisa ante el patrón, de la adoración por la audacia, por el ejecutivo rapaz que no duda ante nada. Eso es todo lo contrario, por ejemplo, al ejercicio literario con sus improvisaciones y titubeos constantes, con su ramificación de posibilidades en vez del latigazo de la certeza, que algunos valoran porque tienen saudade del patrón de fundo.
Quizás uno es realmente amigo de alguien cuando puede acompañarse y compartir esos silencios sintonizados. Es como lo que hay entre estrofa y estrofa, o los espacios entre versos. Ahí el silencio significa y es otro componente, otra nota. Los contenidistas de onda corta no lo comprenden así. El otro día hablaba un ex funcionario de la Concertación, supuestamente poeta, en un encuentro en Valparaíso. Había escrito un par de poemas ingeniosillos y decía “para ser escritor hay que tener algo que decir” y luego se trató de escudar en causas políticas no porque creyera de verdad en ellas, sino porque al no tener obra, prosa, prosodia, no sabía a qué echar mano. No ocurre lo mismo con quienes rechazan ese apego al contenido y consideran la forma como contenido, la forma que significa, el silencio que significa, o el exceso que significa. Muchas veces no importa la historia, es el estilo el que da la clave. Los textos más subversivos de las vanguardias han socavado siempre desde la forma a las literaturas estáticas y conservadoras.
Como cuando visitaba a un ser querido -a mi abuelo, a mi abuela o a mi madre-, cuando uno visita a un escritor cinturón negro tercer dan va a conversar, pero sobre todo a escuchar la palabra lenta y no impositiva de alguien con experiencia y vida (aunque hay personas de edad que son más ansiosas y desesperadas que un joven de primer año de universidad). No va a imponer temas, va matizar la conversación sintiendo cómo hablan los álamos con el viento. Siempre he pensado que la literatura es, por definición, femenina: es receptiva, que la condición del lector, y la única condición de la civilidad, creo yo, es no atropellarse, no conquistar territorios a matacaballos. Además, por lo que he observado, esas mismas personas de habla histérica son las que no soportan un plano largo y lento de buen cine (Ozu, Hirokazu Kore Eda, Kiariostami, Tarkovsky, Sokurov, etc.). Uno los puede percibir cuando se mueven incómodos en sus asientos, o los mira pararse de la sala ante la cámara sin prisa.
Las palabras que se escuchan son dulces, pero las que no se escuchan lo son aún más.
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Punto Final
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