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Los impresentables
Concluidas las primarias de la Concertación, el conjunto de la oposición ha comenzado a definir las candidaturas a las elecciones municipales de este año. Como siempre, se presentarán candidatos buenos, regulares y malos. Hacer esta clasificación no significa juzgar política o moralmente a las personas. Sólo es un juicio electoral. Hay personas excelentes, ciudadanos virtuosos y ejemplares, que lamentablemente son muy malos candidatos. No les gusta comer empanadas tibias, no saben sonreír en las fotos, les cuesta hablar en público o, simplemente, son tan desconocidos para sus potenciales electores, que tendrían que transpirar mucho para darse a conocer. Por otro lado hay políticos francamente mediocres, administradores descuidados, alcaldes incompetentes y concejales embusteros que son muy buenos candidatos, porque recuerdan los nombres de todos los dirigentes locales, saben congraciarse con sus bases, crean vínculos clientelares con las organizaciones vecinales y usan un lenguaje directo, llano y sin complejidades.
Tal vez en cinco o seis generaciones más la Humanidad ya no necesitará elecciones, y los cargos públicos se van a nominar por sorteo público universal, como en la antigua Atenas. Entonces nuestra preocupación política se podrá centrar en deliberar a fondo sobre los temas sustantivos, sin distraernos con la bonita sonrisa de fulano o la fea nariz de merengano. Mientras tengamos que votar, siempre van a intervenir factores que nos despisten de lo esencial, como el carisma del candidato, los recursos económicos que destine a su campaña, sus vínculos familiares o las redes de apoyo que ha sabido tejer en sus territorios. Estas contradicciones constituyen una aporía estructural de la democracia representativa, y es necesario vivir con ella. A menos que prefiramos que las autoridades se designen de acuerdo al peso de las billeteras o al libre arbitrio del dictador de turno.
Así, mientras esperamos que la democracia supere su fase representativa y podamos entrar a una etapa participativa, deberíamos empezar por aminorar las carencias más absurdas que afectan a nuestro sistema político. Y lo primero que podríamos hacer es definir un cuarto tipo de candidato. Junto a los buenos, regulares y malos tendríamos que identificar a los impresentables. A aquellos individuos que aunque puedan ser buenos candidatos, aunque cuenten con una máquina clientelar a toda prueba, y aunque hayan sido electos y refrendados por una o más primarias, nunca deberían ser propuestos a un cargo público.
Alguno dirá que estos límites ya los marca la ley. Y eso es cierto, pero sólo en parte. Porque sabemos muy bien que la verdad jurídica no es equivalente a la verdad material, a la realidad cruda de los hechos.
No cabe duda que Jorge Soria, candidato a alcalde en Iquique -con el apoyo del PC- y Hernán Pinto, candidato a alcalde en Valparaíso por la DC, son electoralmente muy buenos candidatos. Pero a la vez son el ejemplo perfecto de los impresentables. Al parecer no hay impedimentos legales para sus candidaturas. Pero la ausencia de obstáculos jurídicos no excluye las inconveniencias éticas. Y estar atentos a ello es tarea que compete a los partidos políticos que los avalan en sus proyectos municipales.
Soria está imputado por graves cargos de corrupción que todavía no han sido despejados. ¿No sería prudente que el PC esperara hasta que la justicia resuelva su situación, antes de avalar su candidatura? Respecto a Pinto, los antecedentes de su gestión anterior están marcados por graves acusaciones y desordenes de gestión administrativa. ¿No debería la DC sopesar con más calma la decisión de presentar su candidatura?
En definitiva, ¿qué impide que un partido se autoimponga criterios éticos más estrictos que los que fija la ley vigente?
En los últimos años, y en diversos países, partidos políticos de los más distintos signos han comenzado a redactar sus propios códigos de ética o manuales de buenas prácticas, con el fin de elevar las exigencias a los candidatos que presentan a la consideración popular. Obviamente, este tipo de instrumento no es una panacea que garantice de inmediato la probidad y honestidad de los candidatos. Pero si se construyen de forma transparente y participativa, buscando responder a los cuestionamientos centrales de los ciudadanos, y cuentan con mecanismos eficaces de rendición de cuentas y de control social, pueden hacer una gran diferencia.
Afortunadamente ya no basta con declararse cristiano, progresista o de Izquierda para ganarse la confianza del electorado. Porque lo que arriesgan los partidos políticos al proclamar a candidatos tan cuestionados es su prestigio moral, aquel recurso intangible que aumenta cuanto más se utiliza, y desaparece si no se hace uso de él.
Alvaro Ramis
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 755, 13 de abril, 2012)
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