Edición 649 - Desde el desde el 12 al 25 de octubre de 2007
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Encuentro en La Paz

 

Autor: ROBERTO RIVERA VICENCIO

Entre otros, los escritores Cristián Cottet, Diego Muñoz, Fernando Jerez, Sonia Cienfuegos, Lili Elphick, Max Valdés, Roberto Rivera y Martín Faunes.

 

Cuesta llegar a La Paz y al paseo El Prado, la calle principal, a 3.600 metros de altura. En ella desemboca la sinuosa ruta que baja desde el aeropuerto de El Alto y en ella, a las cinco de la mañana, ya hay movimiento. Resuenan los pasos de los primeros caminantes que se pierden misteriosos en alguna calle. Como portando un secreto entran en los empinados pasajes donde, cuesta arriba, desaparecen en el frío amanecer andino y el silencio. Son personajes como salidos de Felipe Delgado, esa gran novela de Jaime Sáenz, donde se retrata a los “aparapitas”, los migrantes del campo a la ciudad que ofician en lo que sea y que duermen en tambos -albergues municipales, por así decir- alrededor de una fogata, o no duermen, bebiendo hasta la amanecida y conversando en voz baja en runasimi o en aymara. Cuando viene la hora, se internan a morir en cantinas que les ofrecen un pequeño cuarto con una cama y licor hasta el último suspiro; así agonizan, así mueren los “aparapitas”, héroes anónimos del trabajo y las alturas. Luego, de algún edificio moderno retirarán su cuerpo para arrojarlo a los cimientos, porque toda construcción que quiera perdurar en el tiempo y traer fortuna a sus moradores debe albergar un cuerpo, un cuerpo cuyo mayor tesoro para combatir el frío andino consistió en llevar hilo y aguja para zurcir a la chaqueta retazos encontrados en la basura.
El escritor Jaime Sáenz conversaba no-ches enteras con ellos y heredó uno de estos sacos que luego de hervirlo por tres días, usó hasta su propia muerte. También fue una vida misteriosa la de Sáenz, la de este “hombre que duerme”, como decía su madre, porque durante gran parte del día dormía y sólo al anochecer salía para internarse en la ciudad profunda, en pasajes y esquinas, en viejas casas de adobe que albergaban clandestinos, en los mercados elevados por las quebradas, o para visitar a esa gran poeta de Bolivia que fue Blanca Wietüschter, fallecida recientemente.
A las ocho de la mañana, de golpe la ciudad ingresa a la modernidad. Cruzar la calle se transforma en una hazaña de iniciados, las vías son ocupadas por vehículos de lado a lado y un concierto de bocinas acompaña el milagro cotidiano. Nadie cae en la contienda.
Pronto nos pasarán a buscar. Es nuestra primera actividad en la Decimosegunda Feria del Libro de La Paz, en la que Chile es el invitado de honor. Se trata de un encuentro y lecturas con estudiantes de tercero y cuarto medio en la Biblioteca Municipal. Son muchachos atentos y despiertos, disciplinados, sus preguntas emocionan. Terminamos amigos, ni ellos ni nosotros olvidaremos este encuentro. Luego, ocurrirá lo mismo con los estudiantes universitarios de literatura y con jóvenes y talentosos escritores.
Todos sabemos de lo que estamos hablando y lo que callamos con generosidad y sabiduría; en tanto, nos hacemos amigos y nos miramos a los ojos en esta misteriosa ciudad de La Paz que devolvió a Tiwanaku el ídolo que había sustraído de las ruinas para poner frente al estadio, y que devolvió -entre otros motivos- porque era causa de “mala suerte”. Curiosamente, después Evo Morales ganó las elecciones, constituyéndose en el primer presidente indígena de Sudamérica.
El senador del MAS por Cochabamba, Gastón Cornejo, se transforma por voluntad propia en compañero inseparable de la delegación de Chile. Con él vamos a la Cancillería, donde nos recibe el vi-ce-ministro de Relaciones Exteriores, el sociólogo y antropólogo Hugo Fernández Aráoz, quien nos cuenta de una Bolivia multirracial y multiétnica, que también tiene etnias guaraníes que viven de los ríos, unos diez mil a los que se informa y educa por radio en su propia habla. Nos recomienda algunos films y lo que era un visita protocolar se transforma en un larga y distendida charla; nadie tiene apuro, porque el tiem-po es otro aquí, en las alturas, cuando falta el aliento. Es un tiempo de piedras matemáticamente engarzadas y pulidas por siglos, superpuestas a la memoria de las huacas, donde pervive la resurrección de los cuerpos porque la muerte en las cosmogonías andinas no existe: el tiempo es, (…)

(Este artículo se publicó completo en la edición impresa Nº 652 de “Punto Final”, 12 de octubre de 2007. Suscríbase a Punto Final)

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