En la hora de las “autocríticas”
ALLENDE Y PINOCHET:
un paralelo imposible
En pocos más de dos décadas, el pueblo chileno
inscribió dos experiencias históricas que, con sus
respectivos y contrapuestos signos, sacudieron profundamente su
vida social y motivaron una atención internacional de intensidad
inusitada. No obstante su trascendencia, o quizás precisamente
por ella, esas dos fases, los mil días de democracia de
Allende y los siguientes 16 años de dictadura de Pinochet,
en lo que tuvo de esperanzador una y de oprobio la otra, han sido
y siguen siendo objeto de intentos sistemáticos de ocultamiento
o distorsión, tanto de su significado histórico
como de los hechos mismos. Enfrentado ahora a los grandes desafíos
de su futuro próximo, el pueblo chileno necesita, sin embargo,
retener en su memoria colectiva el conocimiento objetivo y completo
de esa historia reciente, de sus enseñanzas y de sus consecuencias,
que inexorablemente se proyectan sobre este presente y ese futuro.
La reconstrucción historiográfica, en estricto sentido,
deberá esperar el necesario transcurso del tiempo. Pero
hoy se puede fijar en la memoria colectiva un recuerdo sistemático
de lo que fue la acción de la dictadura. Los alcances de
esa acción y el juicio correspondiente no podrían
limitarse, sin embargo, a lo ocurrido en el período. Tendrá
que responder igualmente por las consecuencias que se han proyectado
largamente en el futuro de Chile y, también, por lo que
la dictadura vino a interrumpir, por lo que significa haber detenido
el proceso social entonces en marcha.
Esto último exige también una reivindicación
de plena verdad histórica, de reconstrucción objetiva
de lo que fueron los años de Allende. Más aún
desde que la disputa de otros proyectos políticos ha procurado
diseminar la imagen de que ellos representaron una suerte de paréntesis
-ajeno, en su esencia, a la evolución de la sociedad chilena-,
una suerte de azar histórico del que cabría recordar
sólo su responsabilidad por la dictadura siguiente. Por
su parte, los voceros del gobierno militar propiciaron la difusión
de una versión grotesca, burdamente falseada, de la historia
de ese período para justificar así el golpe y seguir
hasta ahora reclamando un mérito que sustente sus demandas
de impunidad y reconocimiento. El homenaje anual que la burguesía
rendía a Pinochet a través del Rotary Club, en opíparas
y regadas comidas en el Club de la Unión, es la más
cínica demostración de esa impunidad.
Los años de Allende inscribieron, sin embargo, una de las
etapas más ricas de la lucha popular chilena, de profundo
significado nacional. En medio de las convulsiones que inevitablemente
acompañan a cualquier proyecto de transformación
social y de reivindicación de autonomía nacional,
marcan una dirección de avance hacia un nuevo patrón
de desarrollo económico y social, con independencia y soberanía
en sus relaciones externas, y hacia una sociedad chilena más
justa, solidaria y participativa. Su condición de antecedente
fundamental para los empeños y las luchas futuras del pueblo
chileno no podría ser ignorada y, por lo mismo, tendrá
que ser objeto de esa reconstrucción de verdad histórica
plena y rigurosa, en lo que fueron sus aciertos, debilidades y
equivocaciones.
En la recuperación de esa historia, superando silencios
interesados y rectificando tergiversaciones mañosas, se
hará manifiesto sobre todo para las nuevas generaciones
por qué ese proyecto que simbolizó Allende llegó
a tener tal arraigo interno y a cautivar en tal grado la opinión
internacional, motivando más tarde la solidaridad brindada
a los perseguidos. Destacará la visión de Allende,
que anticipó la síntesis de socialismo y democracia
que aparece ahora como la gran esperanza: la propuesta de una
sociedad plenamente participativa, con respeto absoluto de los
derechos humanos, individuales y sociales, y ello, no en lugar
de socialismo, sino sustentado en una transformación inequívocamente
socialista, definida en los términos propios y singulares
de Chile y su tradición histórica.
La dirección política y administrativa de la Unidad
Popular incurrió, sin duda, en errores en el curso de la
realización del proyecto. Pero estos errores tampoco niegan,
excepto para quienes se convirtieron en neoliberales, la validez
del proyecto esencial, ni contrarrestan las realizaciones positivas
que registraba hasta entonces. La misma brutalidad de la fuerza
represiva descargada sobre el pueblo chileno, a partir de esa
derrota y para revertir el proceso en marcha, es signo de lo hondo
que había penetrado el proyecto de Allende en la conciencia
de este pueblo. La razón es muy simple. La reconstrucción
fiel de esta historia, contrastada con la de los años siguientes,
explicará la diferencia enorme que se advierte en los rostros
del Chile, el de 1973 y el de sus actuales rasgos políticos,
sociales y económicos.
Al revés de lo que ocurrió después con la
dictadura militar, el gobierno de la Unidad Popular no representó
un momento de ruptura con tradiciones históricas del país,
ni una negación de valores y sentimientos profundamente
arraigados en el pueblo chileno. Su mismo proyecto político,
expresado en el programa, se sustentaba directamente en las experiencias
que el pueblo había acumulado en el curso de gobiernos
anteriores: tan diferenciados como lo que representaron el populismo
ibañista en el período 1952-1958; el conservadurismo
extranjerizante de Alessandri, en 1958-1964; el reformismo democratacristiano,
constituido en el exponente predilecto de la Alianza para el Progreso,
en los años 1964-1970. Fue la constatación de la
insuficiencia de esos proyectos, de la incapacidad de ellos para
resolver problemas básicos de la población y asegurar
la continuidad del desarrollo nacional, lo que inspiró
el proyecto transformador conducido por Allende y lo justificó
históricamente, como culminación de un proceso de
búsqueda de opciones nacionales. Por eso, a diferencia
de los anteriores, no concluye en el fracaso de sus propuestas:
fue ahogado por la fuerza, sin que ese desenlace de derrota cuestione
su viabilidad o ponga en duda su legitimidad histórica.
Como quiera que sea, el Chile de 1973 mostraba el rostro de una
sociedad que, en medio de severos problemas y convulsiones, luchaba
por una imagen de futuro, de superación y esperanza. Por
lo mismo, merece ser evocada como una fase muy propia y digna
de nuestra historia. En cambio, los años de la dictadura
serán recordados como la negación absoluta de todos
aquellos valores, tradiciones y aspiraciones.
Esa reconstrucción de veracidad histórica que se
reclama tendrá que reconocer lo que fue Allende en la defensa
intransigente de los intereses nacionales: la recuperación
para Chile de sus riquezas básicas, la nacionalización
del cobre, el condicionamiento de la inversión extranjera
y la actividad de las transnacionales, el manejo cuidadoso del
endeudamiento externo, la protección de los recursos naturales.
Actuó con tal fuerza y razón que la reforma constitucional
que propuso para nacionalizar el cobre fue aprobada por la unanimidad
de un Congreso mayoritariamente opositor. La historia demostró
después que el propio gobierno militar se benefició
con ingresos y ganancias de la exportación cuprífera
que el gobierno de la UP rescató para Chile, en lugar de
que siguieran incrementando los beneficios excesivos de las corporaciones
transnacionales.
Defendió el interés nacional frente a las empresas
extranjeras que ocupaban posiciones clave en la economía
chilena. Se nacionalizaron unas y se propuso a otras la constitución
de empresas mixtas con participación cautelante del Estado
chileno, alcanzando la capitalización pública a
más de un tercio de la riqueza del país. La dictadura,
en cambio, enajenó las empresas estatales a precio vil.
El gobierno popular incrementó moderadamente el endeudamiento
externo, dejando una deuda total de alrededor de 4 mil millones
de dólares, monto que fue más que quintuplicado
en los años siguientes de dictadura, llegando a 18 mil
millones de dólares. Se resguardaron igualmente los recursos
naturales básicos del país, del subsuelo, del suelo
y las aguas, impidiendo la explotación depredatoria que
suelen hacer las empresas internacionales. Nacionalizó
el cobre sin indemnización, asegurando un “sueldo
de Chile” de 28 mil millones de dólares hasta el
año 2000.
Se ejerció plenamente la soberanía nacional. Se
tuvo relaciones con todos los países y la experiencia del
proceso popular chileno recibió la atención y simpatía
de todos los pueblos. Incluso la afectación de importantes
intereses extranjeros no impidió que se mantuvieran relaciones
normales con los gobiernos correspondientes, por cierto con excepción
de la agresividad del imperialismo norteamericano. Se llevaron
a su mejor momento las relaciones con los países vecinos.
Chile era acogido en todos los foros internacionales, incluido
el Movimiento de Países No Alineados, con interés
y respeto. Se propició y participó activamente en
los empeños de integración económica latinoamericana,
particularmente en el ámbito de los países andinos.
Se procuró ampliar las relaciones económicas externas,
pero sin buscar un acrecentamiento de exportaciones con salarios
deprimidos, agotamiento de recursos naturales o sacrificio del
consumo interno.
El contraste con lo ocurrido posteriormente es ostensible. Bajo
la dictadura, Chile pasó a ser un país aislado del
concierto internacional, sin relaciones diplomáticas con
varios países, condenado una y otra vez en las Naciones
Unidas y en otras instancias por la flagrante y constante violación
de los derechos humanos. La simpatía y solidaridad internacionales
se volcaron al pueblo castigado y perseguido, a los cientos de
miles de exiliados que fueron acogidos prácticamente en
todos los países del mundo.
Para superar esa hostilidad, la dictadura tuvo que ofrecer ventajas
en el plano específico de las relaciones económicas,
que involucraron altos precios para los intereses nacionales.
Pagó, sin fundamento legítimo, sumas cuantiosas
a la ITT y a las compañías norteamericanas del cobre
expropiadas por el gobierno de Allende. Acordó privilegios
inusuales a la inversión extranjera, a costa del retiro
de Chile del Pacto Andino. Modificó en términos
inicuos las leyes que protegían las reservas del subsuelo;
promovió en gran escala las operaciones de conversión
de deuda en inversión extranjera directa, llevando el proceso
de extranjerización de la economía chilena a niveles
sin precedentes. Subordinó al objetivo exportador el conjunto
de la política económica, justificando las disminuciones
de salarios como forma de sostener competitividad en los mercados
internacionales, favoreciendo la reconversión del uso de
las tierras de cultivo para la alimentación interna, a
productos exportables. Aceptó la explotación incondicionada
de los recursos naturales, forestales y del mar, hasta su virtual
agotamiento.
Los contrastes en el plano social son igualmente elocuentes. Durante
el gobierno presidido por Allende se llegó a configurar,
en tiempo extraordinariamente corto, los rasgos de una sociedad
en gran medida participativa. La organización sindical
se expandió enormemente, con autonomía y respeto,
alcanzando los más altos índices de crecimiento.
La representación de los trabajadores tuvo acceso a las
decisiones del máximo nivel nacional; todas las instancias
administrativas fueron abiertas a la CUT. Obreros y empleados
pudieron hacerse presente en la dirección de las instituciones
nacionales en que quedaban depositados sus fondos previsionales,
que se constituían con aportes tanto del sector asalariado
como del sector patronal.
La constitución del área de propiedad social colocaba
en manos de los trabajadores las empresas clave de la producción,
comercio y servicios financieros (incluidos los bancos). Las normas
de participación acordadas con la CUT los incorporaba a
la administración directa de esas empresas, a través
de los consejos de administración y los comités
de producción. La propia iniciativa de los trabajadores
extendía esa participación a otras modalidades y
niveles sectoriales y regionales, como los encuentros sectoriales
y los cordones industriales; asimismo los comités de vigilancia
legitimaban un rol nuevo de los trabajadores en el área
privada.
La erradicación completa del latifundio amplió el
acceso a la tierra de los trabajadores rurales, generando instrumentos
de participación como eran los comandos campesinos e instancias
locales, comunales y regionales, a la vez que ponían en
marcha nuevas formas de organización de la producción
en el sector agrícola reformado.
De manera general, una variedad de mecanismos y prácticas
abrió la participación directa del pueblo en los
consejos de educación y de salud, en los comandos comunales
y organizaciones vecinales. Las dueñas de casa, particularmente
en los sectores obreros y capas medias, defendían las existencias
y los precios de los productos de consumo básico constituyendo
las Juntas de Abastecimientos y Precios (JAP). Surgían
las más variadas formas de organización de mujeres,
jóvenes, estudiantes y trabajadores. Estos últimos
tuvieron por primera vez acceso a balnearios populares, a disfrutar
de la nieve y las playas, de los cines y teatros; se multiplicaron
los conjuntos artísticos y culturales. Valoraron más
que cualquier mejoramiento material lo que percibieron como conquista
plena de su dignidad. En pocas experiencias históricas
y en tiempo tan breve se ha llegado a insinuar tal potencialidad
de participación popular en todos los ámbitos de
la vida social. Resulta dramática la confrontación
de ese proceso con lo hecho después del golpe militar de
septiembre de 1973, proclamado como parte de una “guerra
interna” contra el propio pueblo.
Durante los años de Allende, la decisión de caminar
hacia una disminución efectiva de las diferencias sociales
y económicas entre los distintos estratos de la sociedad
chilena se expresó en variados planos. Las políticas
de salarios y precios permitieron que la participación
de las remuneraciones en el ingreso nacional pasara de menos de
50% a cerca de 65%, en 1971-72. La conformación del gasto
público privilegió las asignaciones a la educación
y a la salud, finalidades respecto de las cuales los índices
dan cuenta de su extensión y eficacia con cifras sin precedentes.
La construcción de viviendas populares llegó a niveles
muy altos, no equiparados ni antes ni después. En el gobierno
militar la participación de los trabajadores en la distribución
del ingreso se redujo a 45% y la inversión pública
en el ámbito social cayó estrepitosamente.
Hay que valorar el significado de esos logros a la luz de las
circunstancias específicas de entonces. Una redefinición
de las áreas de propiedad, con los alcances planteados
por el programa de la UP, involucraba sustituir, en buena parte,
el sistema económico: cambiar a los tradicionales empresarios-administradores,
que concentraban todo el poder económico, por nuevos mecanismos
públicos de dirección y administración en
los que los propios trabajadores, marginados hasta entonces de
la administración de las empresas, pasaban a asumir responsabilidad
decisiva, con el desafío consiguiente que ello representaba
para sostener y expandir los niveles de producción.
Por su parte, una redistribución del ingreso de la magnitud
propuesta en favor de las capas sociales más pobres, cambiaba
la composición de las demandas de consumo y planteaba inevitablemente
problemas de abastecimiento. Ello suponía la exigencia
de readecuar el flujo productivo de un sistema que, hasta entonces,
se orientaba hacia las demandas de los grupos minoritarios privilegiados,
por existir una distribución extremadamente injusta del
ingreso. Tanto uno como otro desafío comenzaron a ser encarados
con éxito.
De hecho, los años 1971 y 1972 inscribieron índices
económicos excepcionalmente favorables en el conjunto de
la evolución histórica de la economía chilena.
Las cifras por persona de producción global, de producción
industrial, de consumo privado, construcción de viviendas
populares, consumo de calorías y proteínas crecieron
notoriamente, a niveles que no pudieron ser recuperados en los
siguientes 17 años de dictadura. Lo mismo ocurrió
con la desocupación y el subempleo, con tasas de cesantía
situadas entonces a los niveles más bajos conocidos desde
que hay registro estadístico de ellas. Nunca, ni antes
ni después del gobierno popular, se alcanzaron tales niveles.
La imagen de “caos económico” que se ha buscado
identificar con el gobierno popular desde su inicio, resulta pues
contradictoria con la estadística oficial, incluso la publicada
durante la dictadura. Ello no significa desconocer las grandes
dificultades y severos problemas económicos de entonces,
particularmente en lo que concierne al abastecimiento de productos
básicos. Los intereses afectados por los cambios y las
decisiones en aplicación, así como la irradiación
política de ellos, constituyeron a la economía en
el escenario principal de la práctica opositora y obstruccionista.
Los sectores contrarios al gobierno impulsaron la especulación,
el acaparamiento y ocultamiento de productos, la disminución
deliberada de producciones, el cerco y el cierre de mercados externos.
Apoyaron los paros patronales y los intentos de descalabrar la
economía, las maniobras en el Congreso para bloquear recursos
y asignaciones presupuestarias, la evasión impositiva y
la fuga de capitales, la contracción de inversiones. Sólo
cuando esta ofensiva de desestabilización económica
fue llevada a su máxima intensidad, con el respaldo abierto
y encubierto del imperialismo norteamericano, se revirtieron aquellos
índices positivos.
Y aún así, en septiembre de 1973, se defendían
las mejoras alcanzadas por los trabajadores; estaba en marcha
un programa de inversiones encaminado a fortalecer la economía
nacional, por ejemplo, llevando a un millón de toneladas
la capacidad de producción de la siderurgia, para incrementar
la capacidad exportadora y generando nuevas plantas de celulosa,
entre otras iniciativas. También estaba en expansión
la producción de materiales de construcción, nuevas
plantas de cemento, fábricas de vivienda prefabricada así
como la capacidad productiva de bienes de consumo corriente, principalmente
en el campo agroindustrial. En suma, había una ampliación
y readecuación del aparato productivo orientadas a afirmar
un desarrollo nacional más autónomo y a satisfacer
los requerimientos de un mejor nivel de vida de la mayoría
de la población.
La dictadura, por su parte, se jacta de haber dejado una economía
próspera y dinámica, con resguardo de “equilibrios
macroeconómicos” fundamentales, atribuyéndose
el mérito de haber establecido el precedente de un modelo
económico digno de imitarse. La estricta verdad es otra.
Aunque efectivamente algunos indicadores globales de los últimos
años son positivos (en perspectiva de corto plazo, ya que
varios de ellos dejan de serlo en comparación, por ejemplo,
con los años 1971 y 1972), esos índices se sustentan
en una creciente desigualdad económica y social interna,
en una extranjerización extrema de la economía chilena,
en altísimos niveles de endeudamiento y, sobre todo, en
tasas de superexplotación del trabajo y fuerte deterioro
en la condición material de vida de la mayor parte de los
trabajadores. Se acentúa la desigualdad social de la población
urbana y rural, situación que no se ha logrado superar
después de diez años de transición a la democracia.
Las dos experiencias marcan también un contraste absoluto
en todos y cada uno de los componentes del plano político,
fundamentalmente en la convivencia social, en las libertades individuales
y colectivas, en los derechos humanos y sociales, en la institucionalidad
y sus marcos legales. El proyecto popular que se simbolizó
en Allende, en sus propósitos constructivos de una nueva
sociedad y una nueva economía, requería como condición
insoslayable transformaciones económicas y sociales muy
profundas. En función de ellas, entre otras cosas, y referido
principalmente al ámbito económico, se expropiaron
fundos y repartieron tierras, se intervino grandes monopolios
industriales y del comercio mayorista -para ejercer sobre ellos
control público y constituir nuevas áreas de propiedad
social- se estatizó el sistema bancario y los mecanismos
de comercio exterior, como instrumentos clave para el funcionamiento
de la nueva economía.
Esta obra revolucionaria se hizo con sujeción a las disposiciones
legales vigentes y los cambios se propiciaron bajo las formas
previstas en ellas mismas y, sobre todo, sin atropellos personales,
sin vulnerar los derechos humanos, respetando intereses legítimos,
negociando transferencias de propiedad y conviniendo indemnizaciones,
protegiendo a los pequeños accionistas en la compra estatal
de acciones. Se enfrentó en el curso de esos procesos una
oposición implacable y se la encaró sin sembrar
terror o aplicar violencia, sin asesinatos o desaparecidos, sin
encarcelamientos o torturas, sin relegar o exiliar, sin afectar
las instituciones desde las que se ejercía oposición
o a los medios de comunicación con que contaban.
No se trata de levantar, frente a la deformación grotesca
de la historia que se ha procurado hacer posteriormente, una imagen
idealizada de lo que fue el gobierno de Allende, ni de esquivar
el reconocimiento de los errores cometidos en su conducción,
de las insuficiencias y equivocaciones de la dirección
política y administrativa, o el peso del dogmatismo y el
sectarismo, que no llegaron a erradicarse. Pero sí se trata
de reivindicar la legitimidad histórica de esa experiencia
y de recordar la fuerza que tuvo en la base de la sociedad chilena,
expresada por ejemplo, en el hecho de que todavía en marzo
de 1973, en la fase crucial de las maniobras desestabilizadoras,
la Unidad Popular tuvo un respaldo electoral superior en 7% a
la votación alcanzada por Allende en la postulación
presidencial de septiembre de 1970.
Se comprende así que para ese proceso en marcha tuviera
que articularse una gigantesca conspiración de intereses
y fuerzas. La intervención decisiva del imperialismo norteamericano
ha sido abiertamente reconocida, así como las formas en
que se combinó con poderosos agentes económicos
nacionales, arrastrando a determinados grupos sociales influidos
por campañas de demagogia y temor, incluso a pequeños
empresarios que estaban siendo objetivamente beneficiados por
el proceso popular y atrayendo a dirigentes políticos desplazados.
El gobierno norteamericano entregó millones de dólares,
cantidades de siete cifras como anunció Nixon en 1970,
primero para impedir el ascenso de Allende al gobierno y después,
para derrocarlo, “aportes” que la dictadura devolvió
con creces extraordinarias al “indemnizar” a las empresas
imperialistas por las nacionalizaciones.
Fueron los protagonistas de esa conspiración los responsables
de la violencia, el caos y el desorden que después se ha
buscado atribuir al gobierno popular. Esta violencia la ejercieron
en las fases sucesivas de su acción opositora, comenzando
por los intentos, entre septiembre y noviembre de 1970, de impedir
que Allende asumiera la presidencia, incluso mediante el asesinato
del comandante en jefe del ejército, general René
Schneider, y luego siguiendo con las continuas maniobras de todo
orden con las que buscaban romper la economía y revertir
sus avances, mediante el cerco externo, la obstrucción,
la especulación de precios, el acaparamiento y el ocultamiento
de productos. A ello se sumaba la promoción constante de
un clima de temor e inseguridad, con acciones que incluyeron desde
el asesinato del comandante Araya, edecán del presidente
Allende, hasta culminar con su apelación a las Fuerzas
Armadas y su convocatoria al golpe militar de septiembre de 1973.
En suma, en el período de Allende funcionó la democracia,
bajo el imperio de la Constitución de 1925, con la elección
del presidente de la República en las urnas, con la división
e independencia de los poderes del Estado, sin uso de los estados
de excepción, con el respeto de todas las libertades políticas
y sindicales, sin asesinatos políticos, sin detenidos desaparecidos
ni torturados, sin presos por ideas, sin exiliados, sin policía
política y con respeto a las organizaciones sindicales
y los derechos a la negociación colectiva y a la huelga.
En cambio, en el período de Pinochet se ejerció
la dictadura, sin Constitución alguna, el “presidente
de la República” fue impuesto por las armas, sin
Congreso Nacional y con un poder judicial subordinado, con uso
y abuso de todos los estados de excepción, con la concentración
de todo el poder en el dictador y la junta militar, con más
de 4 mil asesinatos políticos, con más de 1.300
detenidos desaparecidos, con 200 mil torturados, más de
500 mil exiliados, sin libertades políticas y sindicales,
sin negociación colectiva ni derecho a huelga, con una
policía política secreta, integrada por la Dina,
la CNI, los organismos de “inteligencia” de cada una
de las ramas de las Fuerzas Armadas, Carabineros e Investigaciones.
El Chile de 1970-1973 se proyectó así al futuro
con signos exactamente opuestos al Chile de 1973-1989. Porque,
como quiera que sea, los años de Allende representaron
la fase más rica inscrita por la larga lucha de los trabajadores
chilenos y se constituye, por lo mismo, en un antecedente fundamental
para la construcción del nuevo futuro que tiene derecho
a esperar la sociedad chilena. Los años de la dictadura,
en cambio, necesitan inscribir los hechos de su verdad histórica
en la memoria colectiva del pueblo como expresión de lo
que no deberá repetirse nunca más: los crímenes,
la apropiación de bienes nacionales y los enriquecimientos
ilícitos, que han quedado impunes por la amnistía
decretada por sus propios autores, así como por la prohibición
legal de investigar sus negociados durante ese tenebroso período.
La herencia de la dictadura pesará como una lápida,
por muchos años más, hasta que el pueblo chileno
reconstituya sus fuerzas y reinicie su acción. Entonces,
Allende, como el Cid Campeador, ganará después de
muerto las batallas por la igualdad contra la pobreza, por la
libertad contra la tiranía
BELARMINO ELGUETA B.
EL AUTOR. Belarmino Elgueta Becker fue dirigente nacional del
Partido Socialista de Chile durante treinta años y diputado
en el período 1953-57. Estudió derecho en la Universidad
de Chile y ejerció la docencia e investigación en
la enseñanza superior en México. Autor de varios
libros y numerosos artículos publicados en Chile y en el
exterior. Padre de Martín Elgueta Pinto, estudiante universitario
y militante del MIR, detenido desaparecido desde el 17 de julio
de 1974.
olvidar
Para no olvidar
Medidas históricas
del presidente Allende
1970-73 La reforma agraria más profunda de la historia
chilena, al entregar 5.294.750 hectáreas a campesinos pobres.
1971 Nacionalización del cobre, recuperando para Chile
las riquezas en manos de compañías norteamericanas
(Chuquicamata, El Salvador, El Teniente).
1971 Culmina proceso de nacionalización del salitre al
estatizar Soquimich.
El Estado pasa a hacerse cargo de la producción de hierro
y carbón, al nacionalizar la Bethlehem Iron Mines.
1971-72 Nacionalización de la banca privada. La mitad de
los bancos privados pasó a ser administrada por el Estado.
Nacionalización de la Companía de Teléfonos,
en manos de la empresa norteamericana International Telephone
and Telegraph (ITT).
Creación de empresas estatales (Enavi, Eca, Dinac, Dinatex,
Dirinco) para garantizar comercialización y distribución,
hasta entonces monopolizadas por Williamson Balfour, Ducan Fox
y Codina.
Creación del área de propiedad social y participación
activa de los trabajadores. En 1972 había 150.000 trabajadores
en 120 empresas del área social, con comités de
producción, comités de administración y comités
coordinadores de trabajadores, escasos si se considera el total
de la fuerza de trabajo.
Avances en la democratización de la cultura nacional y
en los derechos humanos más elementales: salud, vivienda
y educación.
Nuevo concepto de integración latinoamericana.
Si de algo no puede criticarse al presidente Allende, es de no
haber cumplido lo prometido en su campaña electoral. Agotó,
en lo fundamental, el programa de cambios que históricamente
caracteriza una fase democrática (reforma agraria y nacionalizaciones),
sin confundir estatización de empresas con socialismo.
Es un error caracterizar el gobierno de la UP como período
de transición al socialismo, pues éste recién
comienza con el derrocamiento del Estado burgués y su reemplazo
por un gobierno de los trabajadores y de los movimientos sociales
LUIS VITALE