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AUGUSTO MONTERROSO

Lo demás es, ahora, silencio

Ha muerto Augusto Monterroso. Con su desaparición ha resurgido la vieja -y un poco machacona- leyenda de que su fama descansa en el hecho de haber escrito el cuento más breve del mundo. “El dinosaurio” es cita obligatoria tanto para quienes han leído la obra del autor como para quienes no conocen en verdad nada suyo, pero que presumen sólo porque han memorizado las escuetas siete palabras del mentado texto.

 

No está probado, ciertamente, que sea el cuento más corto de la historia de la literatura; ni tampoco que se trate exactamente de un cuento. El propio Tito Monterroso, cuyo sentido del humor resistió siempre bien el asedio de la pedantería crítica, lo dijo en alguna entrevista: “‘El dinosaurio’ no es en realidad un cuento... sino una novela”.
Más todavía. El énfasis puesto en el mínimo ente prehistórico, deja en la penumbra el vasto alcance de una obra que hay que leer, según la sabia definición de García Márquez, poniendo las “manos arriba”, porque conlleva una peligrosidad que se funda en “la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad”. Monterroso aparece ironizando sobre todo y contra todos; sobre él mismo, desde luego (“algunas noches, agitado, sueño la pesadilla de que Cervantes es mejor escritor que yo; pero llega la mañana, y despierto”, dice por ahí), y contra la vanidad y la tontería humanas. Escribe, principalmente, sobre literatura, porque pocos como él aman las letras, el secreto detrás de las palabras, el misterio que se esconde en cada poema, cada cuento, cada novela, en todos los libros. Su amor por la brevedad es el producto de una curiosidad incontinente, y de la verdad que pueda extraer con el recurso del humor. “El espíritu cómico -según lo define Monsivais- es finalmente la brevedad como función de la lucidez y como método que comunica múltiples perspectivas de un solo golpe”. “De allí -agrega- la última falsedad de creer que la producción de Monterroso es mínima. Cada texto, cada fábula, cada cuento suyo son varios cuentos o fábulas o textos”.
En Chile el reconocimiento a este pequeño gran hombre de letras llegó tarde. Conspiró contra esta indiferencia la carencia de una aureola de “escritor de éxito”. Fueron inútiles los esfuerzos e insistencia de algunos de sus amigos locales para que algún organismo público ligado a la cultura, o al menos los administradores correspondientes, tuviera en cuenta su nombre en la nómina de los invitados anuales a nuestra Feria Internacional del Libro o a algún otro torneo de los tantos que se dan a niveles oficiales. La noticia de su “fama” no les había llegado durante años a ninguno de estos personajes, quienes sólo advirtieron de quién se trataba cuando Monterroso empezó a acumular premios internacionales importantes, el “Juan Rulfo”, primero, y luego, el “Príncipe de Asturias”. Sólo entonces supieron de su valía y se enteraron además, de golpe, de que el escritor había vivido en Chile a mediados de los años cincuenta.
Tito estuvo entre nosotros, en efecto. Vivió en Santiago más de dos años cuando el gobierno de Jacobo Arbenz fue derrocado en Guatemala por un ejército mercenario armado por la funestamente célebre United Fruit Co. Eran tiempos en que no sólo no era una práctica vergonzante hablar del imperialismo norteamericano, sino que su existencia y su acción diaria eran fáciles de comprobar. Monterroso era secretario de la embajada guatemalteca en La Paz, y buscó refugio en Chile tras el derrumbe del régimen democrático de su país. No le fue fácil su estancia aquí. “El asilo contra la opresión”, que tan bien suena en las ceremonias patrióticas nacionales, suele ser sólo una frase sin asidero en la realidad. Evoco su vida en Chile, sus pobrezas y desencuentros, las estrecheces cotidianas, la humildad de la habitación que ocupaba en un vetusto edificio de la céntrica calle París; no me cuesta evocar su tránsito por las calles santiaguinas, acarreando las pruebas de imprenta que corregía para la Editorial Universitaria, o su búsqueda de apoyos en tareas cercanas a la literatura, a lo suyo. Algo hizo por él Neruda -de quien no fue secretario, como ahora se ha estado afirmando en algunas notas de prensa- y alguna ayuda tuvo de Manuel Rojas y de Joaquín Gutiérrez, gigantones con quienes Tito no vacilaba en cotejar su corta estatura en sus frecuentes visitas a la Librería Nascimento. Fui también testigo de la emoción que vivió cuando el diario “El Siglo” publicó en la primera página de su suplemento literario dominical su célebre cuento “Míster Taylor”, que después ha sido recogido en innumerables antologías del cuento latinoamericano. Fue su réplica como escritor a la intervención norteamericana. Lo escribió en los mismos días en que las bandas de Castillo Armas bombardeaban Guatemala. (De paso, en una entrevista muy posterior, señaló que el cuento le sirvió para plantearse cómo resolver el difícil equilibrio entre “la indignación” y su idea de lo que debe ser la literatura).
El año 56 viajó a México, país que ya lo había acogido antes en su primer exilio, cuando huía de la dictadura de Jorge Ubico. De allí ya no se movió y se dio el tiempo, con largas pausas, como era su estilo de trabajo, para ir publicando la docena de libros que hicieron de él uno de los nombres señeros de las letras continentales. Su cuento “Obras completas” le sirvió para poner en el primer plano, cuando apenas comenzaba su trayectoria literaria, la nota irónica que ya no lo abandonaría: “Obras completas (y otros cuentos)”, fue su primer libro, y luego vinieron “La oveja negra y demás fábulas”, “Movimiento perpetuo”, “Lo demás es silencio”, “Viaje al centro de la fábula”, “La palabra mágica”, “La letra E”, “Los buscadores de oro”, “La vaca”, y otros títulos, hasta su muy reciente “Pájaros de Hispanoamérica”, publicado un año antes de su muerte.
En 1999 Augusto Monterroso volvió a Chile. Fue una visita fugaz, para recoger una de las distinciones literarias más extrañas de que se tenga memoria en nuestro país. Hubo apenas el tiempo necesario para hacer el recorrido de regreso en el tiempo y traspasar a su esposa, la escritora Bárbara Jacobs, algo de sus lejanas pero no olvidadas vivencias chilenas.
A pesar de las apariencias, Tito no dejó nunca de ser guatemalteco, resistiendo con éxito durante medio siglo los deseos de los mexicanos de convertirlo en alguien suyo. Nunca quiso, sin embargo, volver a Guatemala mientras el país estuvo dominado por dictaduras o por lúgubres gobiernos represivos de derecha. Sólo aceptó regresar, por unos días, el año 2000, en un raro paréntesis de respiro democrático. Se le rindió entonces un homenaje que antes el país sólo había ofrecido, en el ámbito de las letras, a Miguel Ángel Asturias.
En respuesta a una pregunta sobre la idea que tenía de la función que cumple la literatura, dijo lo siguiente: “Ocupar la mente. Manejar el mundo de la imaginación. Alimentar esta necesidad inherente a todo ser humano. Expresar lo que otros no pueden expresar. Hacer ver a otros lo que no han sido capaces de ver, por distracción, por pereza o por miedo. En ésta y en todas las épocas. Para la literatura no hay épocas sino seres humanos en conflicto consigo mismos o con los demás”. Pero las cosas no son tan inocentes. Lo aclara otro guatemalteco, el escritor Luis Cardoza y Aragón: “La zarpa de Monterroso me recuerda el sutil alfanje del verdugo que con diestro e insensible tajo decapita. El condenado le implora cumplir sin tardanza su labor. El verdugo le recomienda mover los hombros. Los mueve y rueda la cabeza”

CARLOS ORELLANA

 

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