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Edición 555
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Campaña publicitaria del Consejo Minero

Cuando los números no hablan


El Consejo Minero -que tiene motivos de sobra para denominarse The Mining Council- despliega en estos días una campaña publicitaria multimediática, extensa, ambigua y, por cierto, millonaria. A página completa en los medios escritos y en horario estelar en la televisión, la estrategia está empeñada en glorificar la actividad minera y estimular las dormidas conciencias ciudadanas, las que habían olvidado al cobre desde los años de su nacionalización. Se nos ha vuelto a inculcar los valores patrios en su versión más cruda, sólo suavizados por un jingle que no escatima en repetir un centenar de veces la relación entre minería y chilenidad.
¿Qué es el Consejo Minero? No es una institución de gobierno, tampoco una ONG para el rescate del patrimonio nacional, ni una organización de caridad. Es una institución privada sin fines de lucro, un gremio empresarial formado por los principales productores de cobre del mundo, Codelco incluida.
Pero es más internacional que nacional. El Consejo Minero está formado por las grandes trasnacionales mineras, y son ellas, en una paradoja única e increíble, las que hoy nos fomentan el patriotismo y la identificación con nuestros recursos naturales. Un conglomerado internacional, que reúne consorcios como BHP-Billiton (Australia), Phelps Dodge, Cyprus, Minessota Mining (Estados Unidos), Boliden (Suecia), Placer Dome, Teck, Barrick, Falconbridge, Noranda, PCS (Canadá), Sumitomo (Japón), Anglo American, Río Tinto (Reino Unido), Norsk Hydro (Noruega) y varios otros. Una muestra que pese a incluir a Codelco entre sus socios, es tan chilena como sus accionistas. De hecho, el presidente de la canadiense Placer Dome, William Hayes, es también el presidente del Consejo.
Es fácil intuir el objetivo de tan magna campaña. Las presiones parlamentarias por imponer un royalty a las explotaciones mineras, que tiene adeptos también al interior del gobierno, son el blanco estratégico. Es una campaña que intenta cambiar la idea del escaso o nulo aporte de estas transnacionales a la economía nacional. Por ello, la idea de chilenidad, de compromiso con la patria y otras son material de las campañas publicitarias.
El convencimiento no pasa por la simple argumentación patriótica mediatizada. Está también el lobbying hacia el gobierno. Hacia comienzos de julio, La Moneda estableció una mesa de diálogo con este empresariado minero y los conminó a defenderse, con su propia batería argumental, de los ataques por supuestos beneficios que este sector tendría en el resto de la economía nacional. Es la tesis del encadenamiento productivo. Y para ello está la campaña.
La fuerza del Consejo, que podría ser la simple racionalidad argumental, es también la persuasión (o coacción) económica: si se cambian las reglas de juego y baja la rentabilidad, la industria minera buscaría otras plazas. Y en tiempos de escasez en el flujo de inversiones, la advertencia atemoriza.
La campaña busca alterar, en realidad invertir, la idea del royalty, en estos momentos una propuesta que ha encontrado adeptos entre líderes de opinión, políticos de todas las bancadas y aun entre economistas de alto standing, como Andrés Velasco y Eduardo Engels. Aun cuando en el Consejo no consideran que su imagen sea negativa ante la opinión pública, sí aceptan que ésta varía según las regiones del país. Si no fuese así, para qué la tremenda operación.
La campaña, la ofensiva minera y la ambigüedad gubernamental sobre la materia, ha amortiguado la discusión, la que estuvo en el centro de la agenda mediática durante los primeros meses del invierno. La decisión del gobierno de crear una mesa de diálogo y abrir la agenda a las argumentaciones de la industria minera, sin duda que ha servido para suavizar la discusión. Hoy, parlamentarios antes firmes amigos del royalty, se han abierto hacia otras formas de compensación.
Una figura clave en el Consejo Minero ha sido su gerente general, el abogado laboralista Eduardo Loyola, un caso más de los sorprendentes giros que nos muestra nuestra historia reciente. Loyola fue un defensor de los derechos laborales durante la dictadura; en el gobierno de Patricio Aylwin pasó a desempeñarse como subsecretario del Trabajo y representante del gobierno chileno ante la OIT. En 1994 asumió la vicepresidencia de Recursos Humanos de Codelco. Desde el 2000 pasó a la ofensiva en la defensa de los intereses del gran capital minero desde la gerencia del Consejo.
Los técnicos de la Concertación son hoy figuras codiciadas por las transnacionales, quienes son útiles no sólo, entendemos, por sus conocimientos especializados, sino por sus contactos y sabiduría política. Loyola no es la excepción de una larga lista que no hace falta, por lo bien sabida, mencionar. Sólo recordemos a Oscar Guillermo Garretón, en la hoy ibérica Iansa, al mando de una campaña similar orientada a estimular los valores del campo chileno.
Junto a los valores patrios, lo que hoy tenemos es una guerra de números. Las estadísticas, tal como lo advirtió Benjamín Disraeli hacia finales del siglo XVIII, pueden ser tan falaces como la más retorcida retórica. Tal como ocurrió hace unas semanas con el spot eclesiástico en contra del divorcio, las cifras de la minería pueden invertirse, maquillarse, amplificarse. Lo que se ha dicho, resulta que se ha dicho mal o, simplemente, no se ha dicho.
Las estadísticas del Servicio de Impuestos Internos (SII), entregadas a la comisión especial del Senado que estudia la tributación minera, habrían desarmado, a comien–zos de octubre, los argumentos tributarios del Consejo. Pese a la refutación de las cifras por el Consejo, el senador Jorge Lavandero reveló que el informe del SII señalaba que sólo dos de las diez mayores compañías mineras privadas que operan en el país -La Escondida y Pelambres- han pagado impuestos. El resto nunca ha entregado un aporte por concepto de tributo al Fisco. A modo de comparación, Codelco, que produce un tercio del cobre, ha pagado en diez años US$ 1.600 millones, en tanto todas las privadas han aportado durante el mismo tiempo US$ 1.100 millones. Durante este período, según afirma el senador Lavandero, las empresas han obtenido ganancias por US$ 38 mil millones. Para el Consejo, y a modo de aclaración, estos números atribuidos al SII fueron una versión libre del senador Lavandero. El informe confidencial del SII, dijeron los empresarios, habría dicho otra cosa. ¿Qué cosa?
Juan Toro, director del SII, dicen no habría entregado tales datos a Lavandero, por lo cual las cifras serían otras. ¿Cuáles? Las que hoy todo el país conoce por la publicidad: entre 1990 y 2002 la minería ha pagado al Estado más de US$ 11.000 millones en impuestos, tanto por sus empresas privadas (U$ 2.577 millones), como por Codelco. Y, además, se ha dicho que no es Chile el país con la carga tributaria más baja del mundo. El impuesto que paga un inversionista al retirar sus dividendos alcanza a 35% (régimen ordinario) ó 42% (DL600), cifra similar o superior a países como Argentina, Australia, Bolivia, Canadá, China, Estados Unidos, Perú o Sudáfrica, por mencionar algunos.
En esta batalla, la Fundación Terram, que dirige el economista Rodrigo Pizarro, publicó un breve informe, que busca responder a la campaña del Consejo. Nuevamente, las cifras sufren otro vuelco: “Durante los años 90 sólo las mineras La Escondida y Pelambres han pagado impuestos a la renta. La primera aportó al Fisco más del 94% del total pagado por el sector (…) Mientras las ventas de cobre llegaron a los US$ 7.500 millones, durante el año 2002, los impuestos a la renta no superaron los US$ 40 millones, es decir, no representaron ni siquiera el 0,5% del total de las ventas”.
Además, señala el informe, “en comparación con otros sectores, la minería durante 1997 -año en que se registró un alto precio del cobre- sólo tributó el 2,5% del total del impuesto a la renta recaudado por el Fisco. La minería fue el segundo sector con menor pago de impuestos a la renta”.
Las cifras pueden dar para todo. Finalmente, si es que llegara a zanjarse la polémica, se hará con un criterio político. Y si se observa la postura del gobierno, queda en evidencia su ambigüedad. No se cierra a la idea del royalty, tal vez porque ha impregnado a la opinión pública, sin embargo está abierto a todo tipo de propuestas provenientes del empresariado.
La discusión, como en la mayoría de las materias económicas, tiene finalmente una inspiración política. Y de ello el Consejo tiene plena conciencia, lo que pareciera no querer reconocer el gobierno, que aún espera la magia de las manoseadas cifras. Como han dicho en el mismo Consejo Minero, “si un país democrático se siente incómodo con sus normas, que las cambie. Pero que no diga que las empresas evaden el pago de impuestos”.
Se ha dicho que hay trucos y otros mecanismos para no pagar los impuestos. Sería tal vez más serio reconocer que la normativa chilena ampara e, incluso, fomenta tales situaciones. Es más, sería parte de su institucionalidad económica. La estéril discusión de cifras, ya totalmente agotada, debiera dar paso a una decisión política

PAUL WALDER

 

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