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EJERCITO MACABRO
“VUESTROS NOMBRES, VALIENTES SOLDADOS...”
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“Empezó la máquina de a poquito,
y apareció una primera persona, como a las once
y media o doce del día. Ya el resto se hizo todo
a mano, con palas. Los cuerpos estaban prácticamente
completos, totalmente enteros. La tierra de allá
se apretó de tal forma que no entró oxígeno
y eso los mantuvo ahí”.
“A medida que los cuerpos iban saliendo se iban
descomponiendo muy rápido y para soportar ese olor
-y está escrito en el expediente- se le llevó
al personal de allá una cantidad de alcohol. Tuvieron
que trabajar en estado de intemperancia para poder hacer
las cosas”.
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DETENIDOS
en La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Se rindieron confiando
en el honor militar que dispone respetar a los prisioneros
y auxiliar a los heridos del otro bando. |
(Del testimonio del suboficial de ejército Eliseo Cornejo
Escobedo. “El Mercurio”, 29 de junio).
Cinco militares en retiro del regimiento Tacna comenzaron a ser
procesados como autores, en 1978, del delito de exhumación
ilegal de cadáveres en el Fuerte Arteaga (Peldehue) del
ejército. Con la resolución del juez especial Juan
Carlos Urrutia, se abre una etapa inesperada en los procesos sobre
detenidos desaparecidos y asesinados por la dictadura.
En 1978, esos uniformados servían en el regimiento Tacna:
el coronel Hernán Canales Varas era comandante de la unidad
y el mayor Luis Fuenzalida, jefe de Inteligencia; también
eran de Inteligencia los tres suboficiales procesados: José
Canarios Santibáñez, Darío Gutiérrez
de la Torre y Eliseo Cornejo Escobedo. Este último fue
testigo, en 1973, del fusilamiento en el Fuerte Arteaga de los
prisioneros de La Moneda que estuvieron el 11 de septiembre junto
al presidente Salvador Allende. Cinco años después,
Cornejo recibió instrucciones del general Enrique Morel,
que había sido edecán de Pinochet, para que indicara
el sitio de sepultación de los fusilados para proceder
a su desentierro. Según lo acreditó la ministra
Amanda Valdovinos, que tuvo a su cargo la primera parte de la
investigación, la exhumación del 23 de diciembre
de 1978 fue una operación institucional: los desenterradores
dispusieron de protección, todos eran militares, los trabajos
fueron controlados por oficiales, se usaron vehículos y
maquinaria pesada del ejército y se dispuso de un helicóptero
Puma para retirar los sacos con los restos humanos que se extrajeron
de la fosa. Las declaraciones del suboficial Cornejo fueron claves
para aclarar los hechos.
Con las revelaciones de lo ocurrido en el Fuerte Arteaga comienza
a descorrerse un velo que parecía impenetrable. Se confirma
que se trató de una decisión institucional, adoptada
por la cúpula del ejército, que se materializó
en una instrucción secreta enviada a todo el país
y coordinada en forma centralizada. Era un secreto a voces que
después del descubrimiento de cuerpos de campesinos asesinados
y ocultos en un horno de Lonquén, en 1978, Pinochet ordenó
que se borraran la huellas de sus crímenes. Así
se hizo en diversas localidades: como en Calama y en otras ciudades
que recorrió la Caravana de la Muerte, en Chihuío,
en Cuesta Barriga y otros lugares. Esto ocurrió no sólo
en 1978, sino también en los años finales de la
dictadura e incluso, a comienzos del gobierno de Patricio Aylwin,
cuando Pinochet seguía siendo comandante en jefe. Muchos
cuerpos fueron destrozados con granadas y otros explosivos por
lo cual sólo se han encontrado fragmentos de huesos que
dificultan la identificación de las víctimas.
Relevantes son las consecuencias políticas y jurídicas
de las exhumaciones ilegales. Evidencian de manera irrefutable
el carácter institucional y sistemático de la represión
que se extendió durante toda la dictadura. Pueden originar
procesos por obstrucción a la justicia que comprometan
a decenas de militares, incluyendo a muchos en actividad, si se
trata de hechos más o menos recientes. Los desentierros
-asimismo- reafirman la criminalidad de Pinochet y manchan a otros
militares que aparentan inocencia y se pavonean con el honor militar.
Las declaraciones a “El Mercurio” del ex suboficial
Eliseo Cornejo confirman que los prisioneros en el regimiento
Tacna fueron trasladados a Peldehue para ser fusilados por orden
del comandante de esa unidad, el general (r) Joaquín Ramírez
Pineda. Este militar se encuentra desde hace meses detenido en
Buenos Aires debido a una orden internacional de captura emitida
por tribunales franceses. En París se tramitan procesos
iniciados por familiares de los detenidos en La Moneda y en la
Intendencia de Santiago que fueron ajusticiados. La justicia francesa
ha solicitado la extradición del general (r) Ramírez
Pineda y de otros ex altos oficiales que no pueden hoy salir del
país sin caer en manos de la Interpol.
El juez Juan Carlos Urrutia también lo procesa en Chile,
junto a otros responsables de los fusilamientos de prisioneros
de La Moneda: el brigadier (r) Pedro Espinoza -que haría
siniestra carrera como subdirector de la Dina- y los suboficiales
Teobaldo Mendoza, Servando Maureira, Jorge Herrera López,
Juan de la Cruz Riquelme, Fernando Soto y Jorge Ismael Gamboa.
El accionar del ejército -y de las demás ramas de
las FF.AA. y Carabineros- al aplicar con inusitado odio y ferocidad
contra su pueblo el terrorismo de estado, hace imposible no evocar
las atrocidades del ejército nazi, de las fuerzas de ocupación
francesas en Argelia o norteamericanas en Vietnam, Afganistán
o Iraq. El caso chileno reúne todas las condiciones para
sumarse a esos crímenes contra la humanidad, que dejaron
huellas indelebles en la historia.
El país espera -con razón- que al cumplirse 30 años
del golpe militar los actuales mandos de las FF.AA. demuestren,
con hechos, que son confiables para construir una democracia de
verdad. El único modo creíble es rompiendo con un
pasado que estigmatiza a sus instituciones. Mientras no lo condenen,
seguirá siendo un obstáculo insalvable para la unidad
que Chile necesita para encarar los desafíos de esta época.
Las naciones pequeñas requieren defender su soberanía
de las amenazas de la globalización imperial construyendo
sistemas políticos y sociales que excluyan la injusticia,
el temor y la arbitrariedad
PF
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Bienvenida a nuestros muertos
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El economista Jaime Barrios Meza, uno de los fundadores
de “Punto Final”, está entre los 21
prisioneros en La Moneda que fueron fusilados en Peldehue
el 13 de septiembre de 1973. Sus restos en sacos -según
el testimonio del suboficial Eliseo Cornejo- habrían
sido lanzados al mar desde un helicóptero Puma.
También estaban entre ellos el sociólogo
Claudio Jimeno Grendi, el médico Georges Klein
Pipper, el intendente de palacio Enrique Huerta Corvalán,
el abogado Arsenio Poupin Gissel, el funcionario Daniel
Escobar Cruz y los combatientes Oscar Lagos Ríos,
Juan Montiglio Murúa, Julio Moreno Pulgar, Julio
Tapia Martínez, Oscar Valladares Caroca y Juan
Vargas Contreras, que eran miembros del GAP. Son los restos
de estos doce compañeros -en su mayoría
socialistas- los que no han aparecido.
Otros nueve capturados en La Moneda fueron identificados
entre las osamentas que se encontraron, en 1991, en el
Patio 29 del Cementerio General. Esto contradice en parte
el testimonio del suboficial Cornejo, en cuanto a que
todos los fusilados en Peldehue fueron sepultados en un
“hoyo inmenso”, del que fueron exhumados en
diciembre de 1978.
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JAIME
Barrios Meza, uno de los fundadores de “Punto Final”.
Era gerente general del Banco Central, fue apresado en La
Moneda, torturado en el regimiento Tacna y fusilado en Peldehue.
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Jaime Barrios tenía 47 años y era gerente general
del Banco Central. El 11 de septiembre fue a La Moneda con su
esposa cubana Nancy Jullien. Ella permaneció en el palacio
en llamas hasta que el presidente Allende ordenó evacuar
a las valientes mujeres que estaban en La Moneda, entre ellas
su propia hija Beatriz. Jaime Barrios -consecuente con los principios
de toda su vida- permaneció hasta el final, cuando la tragedia
se consumó con el sacrificio de Allende.
Barrios fue uno de los economistas chilenos que, en la primera
hora de la Revolución Cubana, partió a la isla a
poner sus conocimientos al servicio de ese proceso que remecía
las conciencias de América Latina. Trabajó con el
presidente Osvaldo Dorticós, con Fidel Castro y sobre todo,
con el Comandante Ernesto Guevara. Su cercanía con el Che
se evidencia por el hecho de que, en los años 60 cuando
el Comandante Guevara preparaba la guerrilla en Bolivia, Jaime
Barrios vino a Chile a buscar apoyos para esa lucha revolucionaria.
Más tarde, volvió al país y participó
en la fundación de “Punto Final”. Desde La
Habana, donde siguió viviendo, colaboraba con artículos
sobre temas de la historia nacional que conocía en profundidad.
Más adelante se unió al grupo de asesores de Salvador
Allende.
Para Jaime Barrios y sus compañeros apresados en La Moneda
no rigieron las leyes de la guerra y del honor militar, que dispone
respetar a los prisioneros. Como sucedería con miles de
chilenos a partir del 11 de septiembre, Jaime Barrios fue torturado,
fusilado y sepultado en una fosa clandestina al interior de un
recinto militar. Para mayor salvajismo, sus restos fueron exhumados
cinco años después y arrojados al mar en un saco.
Desde luego, esto enaltece la memoria de nuestros mártires.
La deshonra de los militares, enaltece el honor de sus víctimas
PF
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