El “nunca más” a través de la historia
LA MASACRE DEL
SEGURO OBRERO
LOS
que se rindieron en la casa central de la Universidad de Chile
fueron llevados al edificio del Seguro Obrero y masacrados junto
con sus compañeros.
El 5 de abril de 1932 siete personas fundaron en Chile el Movimiento
Nacional Socialista (MNS). Mientras diversos historiadores afirman
que “sobre la mentalidad de este grupo gravitaba poderosamente
la acción desarrollada por Hitler” (Ricardo Donoso,
Alessandri, agitador y demoledor, T. II, Fondo de Cultura Económica,
México, 1954), quienes fueron sus dirigentes (entre ellos
Gustavo Vargas Molinare, Oscar Jiménez Pinochet, Carlos
Keller y Enrique Zorrilla) lo presentan como una organización
que aspiraba a implantar la justicia social y un Estado portaliano,
sin relación alguna con los nacionalismos racistas de Europa.
El general Tobías Barros Ortiz, que los conoció
en la campaña presidencial de 1938 y fuera embajador en
Berlín, expresa: “Los propios nazis tenían
un nazismo muy particular. Yo conocí el auténtico
después. El nazismo criollo tenía del otro las exterioridades,
copiaron el uniforme, el saludo, pero, en realidad, no tenían
la base ideológica totalitaria del otro nazismo, por ejemplo,
la idea racista y las ideas totalitarias”.
El MNS, dirigido por el abogado Jorge González von Marées,
creció rápidamente. A los cuatro meses de su fundación
Carlos Dávila Espinoza les pidió formar parte de
su gobierno, a lo que se negaron. Pronto van a comenzar los choques
callejeros con los comunistas y especialmente con los socialistas,
con quienes competían en la venta de sus periódicos:
el semanario Consigna, de los socialistas, y el diario Trabajo,
de los nazistas. Pero había algo en que coincidían:
en la oposición al gobierno de Arturo Alessandri Palma
(1932-38), al que acusaban de haber traicionado al pueblo.
Al iniciarse 1938, la oposición se presentaba dividida.
Radicales, comunistas, socialistas y democráticos constituyeron
el Frente Popular, que proclamó la candidatura del abogado
y profesor radical Pedro Aguirre Cerda. Otros pequeños
partidos (Radical Socialista, Organización Ibañista,
Unión Socialista de Ricardo Latcham, etc.) formaron la
Alianza Popular Libertadora que, junto con el MNS (que ya tenía
tres diputados), proclamó a Carlos Ibáñez
del Campo. Los partidos de derecha (Liberal, Conservador, y una
fracción Democrática) apoyaban al empresario Gustavo
Ross Santa María. A tres bandas, era seguro que ganaría
este último, a quien favorecían el gobierno y el
poder financiero de la derecha.
No faltaron los que pensaron que era imprescindible la unión
de las fuerzas de Izquierda, entre ellos Jorge González
von Marées. En caso que no se produjera, sólo un
golpe de Estado que asegurara la realización de elecciones
libres y limpias garantizaría la derrota de Ross y la oligarquía.
Comenzó, con este objeto, a entrenar en el mayor secreto
a un grupo de jóvenes nazistas, rigurosamente seleccionados,
y a tratar de tomar contacto con jefes militares, casi todos ibañistas,
por intermedio de Caupolicán Clavel Dinator, coronel en
retiro que serviría de enlace.
El domingo 4 de septiembre de 1938, bajo un brillante sol, se
realizó en Santiago la Marcha de la Victoria en apoyo al
general Ibáñez, con participación de más
de cien mil personas, entre ellas treinta mil nazistas. Los principales
jefes ibañistas (Tobías Barros, Humberto Martones,
Virgilio Morales, Juan B. Rossetti y otros) fueron a un local
céntrico a celebrar por anticipado el triunfo. No asistió
González von Marées. No estaba convencido de triunfar
y, por el contrario, había ordenado apurar las acciones
golpistas, fijando para el día siguiente la revuelta. Según
el plan había que apoderarse de dos edificios céntricos,
tomarse una radioemisora y dejar Santiago sin electricidad. Caupolicán
Clavel daría el santo y seña a los jefes militares
comprometidos, que tomarían el control de la situación.
A mediodía del lunes 5 de septiembre el plan empezó
a realizarse de acuerdo a lo programado. Un grupo de treinta y
dos jóvenes dirigido por Gerardo Gallmeyer Klotze entró
al edificio de la Caja del Seguro Obrero (que hoy ocupa el Ministerio
de Justicia. N. de PF.), y se distribuyó por escaleras
y pasillos. A las doce diez algunos nazistas comenzaron a cerrar
las puertas del edificio pero el mayordomo trató de impedirlo.
La dueña de un puesto de diarios avisó al cabo de
Carabineros José Luis Salazar Aedo que salía de
la Intendencia. Creyendo que eran ladrones se acercó, revólver
en mano y dispuesto a disparar. Pero antes lo hizo un nazista,
hiriéndolo mortalmente. Los amotinados fueron ocupando
los pisos superiores, construyeron barricadas en las escaleras
del séptimo piso y apresaron a medio centenar de funcionarios.
Otro grupo de treinta y dos jóvenes, encabezado por Francisco
Maldonado Chávez, había ingresado a la casa central
de la Universidad de Chile por la puerta donde hoy está
la Librería Universitaria, ocupándola sin resistencia.
A los académicos y funcionarios se les permitió
retirarse, salvo al rector Juvenal Hernández Jaque que
quedó como rehén.
En la casa de Enrique Zorrilla Concha, donde se había instalado
el cuartel general de la operación, González von
Marées, Oscar Jiménez y otros mantenían contacto
radial con los amotinados del Seguro Obrero, los que habían
instalado un aparato de radio operado por Julio César Villasiz
Zura, que informó a Oscar Jiménez que el Seguro
y la universidad estaban tomados.
Los otros grupos no tuvieron igual éxito. Los hermanos
Jorge y Alberto Jiménez se tomaron la radio Hucke, después
de las doce y media, pero el operador logró cortar la comunicación.
Orlando Latorre González y un pequeño grupo sólo
consiguieron desconectar una de las torres de alta tensión
escogidas, con lo que se produjo una interrupción momentánea
de la energía eléctrica en Santiago.
A las 12:25, el presidente Alessandri se dirigió de La
Moneda a la Intendencia, donde increpó al intendente Julio
Bustamante Lopehandía por creer que se trataba de un asalto
gangsteril, volviendo luego a su despacho en La Moneda desde donde
convocaría a las autoridades encargadas del orden público.
Carabineros, entre tanto, había rodeado el Seguro Obrero,
tomado posiciones en techos y terrazas vecinas y emplazado ametralladoras.
Los amotinados, que tenían orden de resistir sin disparar,
esperaban la aparición de las tropas del ejército
que los ayudarían. Ignoraban que el “enlace”
Caupolicán Clavel había “desaparecido”
la noche anterior y nadie se había comunicado con los jefes
militares de Santiago, por lo que ningún regimiento los
auxiliaría.
Pocos minutos antes de las 13 horas se abrió el fuego contra
el sexto piso del Seguro Obrero desde el edificio de La Nación.
El presidente Alessandri, acompañado de su hijo Fernando,
dirigía personalmente las operaciones.
Quince carabineros lograron romper la cadena en la puerta del
edificio, y al mando del comandante Ricardo González Cifuentes
entraron hasta el tercer piso. A las 13:30 o poco antes, llegaron
efectivos del regimiento Tacna frente a la Universidad y, para
sorpresa de los nazistas, dispararon dos cañonazos con
una pieza de artillería, derribando la puerta. Seis muertos
fue el resultado de esta acción, en que no hubo, de acuerdo
a las instrucciones, mayor resistencia.
A las 13:30 el general director de Carabineros Humberto Arriagada
Valdivieso, quien cuatro años antes había dirigido
la matanza de Ranquil y que “estaba saliendo de una mona,
porque había estado en una farra el día anterior”
(Tito Mundt, Las banderas olvidadas, Ed. Orbe, Santiago, 1964)
recibió terminantes órdenes de rendir a los amotinados
antes de las cuatro de la tarde.
Arriagada, desde la puerta de Morandé 80 recibía
las órdenes de Alessandri y las hacía llegar al
coronel Juan B. Pezoa Arredondo, quien tenía el mando de
la acción. Arriagada observó un cable que iba hacía
la terraza del Seguro y ordenó al sargento Lavanderos,
campeón de tiro con fusil y carabina, que lo cortara. Así,
de un certero disparo, Lavanderos interrumpió las comunicaciones
radiales de los rebeldes.
En cuanto a los rendidos en la universidad, se les llevó,
con los brazos en alto, por calle Morandé en dirección
al cuartel de Investigaciones. En el camino los carabineros incorporaron
al mecánico José Miguel Cabrera Barros, por haberse
acercado a los amotinados. Al pasar por La Moneda, Arriagada exclamó:
“¡A estos carajos hay que matarlos a todos!”.
Tras cruzar Agustinas, por órdenes de Alessandri se les
hizo volver y entrar al edificio del Seguro. Más o menos
a las 14:40 horas fueron llevados a culatazos hasta el sexto piso,
quedando en una sala a cargo del teniente Ricardo Angellini Morales.
Más o menos a esa misma hora el general Ibáñez,
aconsejado por sus amigos, se entregó al único cuartel
que mandaba un jefe que no le era afecto: la Escuela de Aplicación
de Artillería de San Bernardo al mando del coronel Guillermo
Barrios Tirado, desde donde fue conducido a la Prefectura de Investigaciones.
Cerca de las quince horas Gerardo Gallmeyer recibe un disparo
en la frente (fue el único muerto en acción en el
Seguro), al asomarse desde una ventana. En su reemplazo toma el
mando Ricardo White Alvarez. Por calle Teatinos aparecen los regimientos
Tacna y Buin. Los nazistas al verlos gritan alborozados. Pero
al ver que abren fuego contra el Seguro, White grita: “¡Hemos
sido traicionados! Estamos perdidos... ¡Chilenos a la acción!
¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile!”.
El comandante González Cifuentes, diez o quince minutos
después de llegar los detenidos de la universidad al sexto
piso del Seguro, envía a uno de ellos, Humberto Yuric,
a pedir la rendición de sus compañeros. Al no lograr
convencer a White, opta por quedarse con sus camaradas. Se envía
entonces un nuevo emisario, Guillermo Cuello González,
para advertir que si no se entregan, los rendidos en la universidad
serán fusilados. White se resigna. Diez minutos después
baja Cuello y da cuenta de su misión, tras lo cual se le
da muerte de dos tiros en la cabeza.
Minutos antes de las 16 horas, y una vez que los rebeldes del
Seguro se desprendieron de sus armas (algunas pistolas y revólveres
viejos), y despejaron la escalera, los hacen bajar al quinto piso,
junto a los funcionarios del Seguro. El mayordomo va identificando
a estos últimos, que fueron entregados a Angellini. Los
nazistas, en tanto, con las manos en alto son colocados vueltos
hacia la pared en la escalera. Los oficiales Pezoa y González
mandaron entonces al teniente Angellini a consultar sobre qué
hacer. El general Arriagada, por intermedio del teniente coronel
Reynaldo Espinosa Castro, contestó textualmente: “¿Que
no entienden lo que se les dice? ¡Que los suban arriba a
todos y que no baje ninguno!”. Pezoa, a los pocos minutos,
recaba una orden escrita, la que le fue enviada (“De orden
de mi general y del gobierno, hay que liquidarlos a todos”).
Una orden manuscrita del prefecto jefe, coronel Jorge Díaz
Valderrama, ratificó la anterior. Pezoa, entonces, ordena
el cumplimiento a González, el cual se niega alegando que
la orden es contraria a los principios de la institución.
Se dirige a la Intendencia, intercede ante sus superiores para
no cumplir la orden, recibiendo por respuesta: “¡Es
orden del gobierno!”. Finalmente, implora clemencia al general
Arriagada, quien responde: “¿Cómo se le ocurre
pedir perdón para esos que han muerto a carabineros?”.
Pero ante los argumentos, se compromete a hablar con el presidente.
La gestión del director general no prosperó.
A las 17:30 horas el carabinero que estaba colocado al final del
descanso de la escalera, de acuerdo a las órdenes recibidas,
hinca la rodilla y aprieta el gatillo de su fusil ametralladora.
Durante los cinco minutos siguientes todas las armas policiales
disparan sobre los rendidos. Fue un asesinato masivo, cruel y
cobarde.
Con gritos de terror, unos, y gritando sus consignas partidarias,
otros (ha perdurado la frase que Pedro Molleda Ortega dirigió
a sus compañeros: “¡No importa, camaradas,
porque nuestra sangre salvará a Chile!”), todos murieron,
siendo después repasados con disparos y/o golpes de sable
y yatagán. Después vino el despojo, el botín,
el premio a la infamia.
El teniente Antonio Llorens Barrera se negó terminantemente
a acatar la orden, por lo que fue detenido y llevado al cuartel
de Investigaciones.
Ahora le tocaría el turno a los rendidos en la universidad,
que se hallaban en el quinto piso. Se les llevó al cuarto,
debiendo pasar por sobre los cadáveres de sus camaradas.
José Cabello, alto funcionario del Seguro se identifica
como tal, pero el coronel Eduardo Gordon Benavides, dándole
un cachazo en la cabeza, le gritó: “¡Tú
eres de los mismos, baja si puedes!”. Cuando comenzaba a
hacerlo, un civil que acompañaba a la tropa, Francisco
Droguett Raud, lo mató de un balazo. Carlos Ossa Monckeberg,
otro empleado, fue ultimado no obstante sus reiteradas súplicas.
Luego un capitán grita a los carabineros: “¡Ya
niños, a cumplir con su deber!”, a lo que siguió
la masacre.
Pero faltaba otro capítulo: la impunidad. Comenzó
esa misma noche, al arrastrar los cuerpos hacia las escaleras
para aparentar que habían muerto en combate.
A las 21 horas el diputado Raúl Marín Balmaceda,
el doctor Ricardo Donoso Castro, el periodista Darío Zañartu
Cabero, el capellán Gilberto Lizana y Alberto Canales,
piden al mayor Luis Portales Mourgues permiso para entrar. Termina
por acceder, bajo su responsabilidad, no obstante existir orden
superior de prohibir la entrada a los civiles. Al recorrer el
edificio, encuentran entre los cadáveres a tres nazistas
vivos (Carlos Pizarro Contreras, Facundo Vargas Lisboa y Daniel
Hernández Acosta). El diputado Marín se dirige a
La Moneda, en tanto Zañartu y el doctor Donoso quedan junto
a los sobrevivientes.
Marín regresó diciendo que Alessandri ordenaba que
los tres fuesen protegidos. Los oficiales le creyeron. Pero la
verdad es que no había hablado con el presidente. Una hora
después se encontraría otro sobreviviente, Alberto
Montes Montes, uno de los rendidos en la universidad.
Al día siguiente, Jorge González von Marées
y Oscar Jiménez se entregaron a las autoridades.
El gobierno puso en marcha lo que el historiador Ricardo Donoso
llamó “el escamoteo de la verdad”. Pidió
al Congreso facultades extraordinarias y clausuró los diarios
opositores La Opinión, del periodista Juan Luis Mery Frías
y del diputado Juan Bautista Rossetti, y Trabajo, de los nazistas,
y las revistas Hoy, de Ismael Edwards Matte, y Topaze, de Jorge
Délano (Coke). Quedaron circulando los diarios de derecha
y el radical La Hora, dirigido por Aníbal Jara, que inició
una campaña destinada a divulgar lo acontecido publicando
fotos, comentarios y revelaciones que estremecieron a la ciudadanía.
La Cámara de Diputados nombró una comisión
investigadora, ante la cual concurrieron actores y testigos de
la masacre, volviendo a conmoverse la opinión pública
con las declaraciones y revelaciones que hicieron los tenientes
Angellini y Draves. El coronel Aníbal Alvear no dudó
en señalar a los verdaderos autores. Preguntado sobre quién
dio la orden de matar, contestó: “El asunto es bien
sencillo, ¿quién da una orden de matanza, cuando
el gobierno, un general presente y el presidente de la República
están a pocos metros de distancia de donde ocurre la masacre?”.
La conciencia pública se conmovió aún más
cuando se supo que el personal que había participado en
la matanza, además de ascensos, había sido gratificado.
La Corte Suprema designó un ministro en visita, Arcadio
Erbetta, de la Corte de Apelaciones de Santiago. Fuertemente presionado
prohibe, a pocos días, la publicación de informes
periodísticos sobre el proceso. El 23 de octubre -dos días
antes de la elección presidencial- dictó sentencia.
Daba por comprobados los delitos de rebelión y conspiración
contra el gobierno y el asesinato del carabinero Salazar. Condenaba
a veinte años de reclusión mayor a Jorge González
von Marées, a quince años a Oscar Jiménez
y a penas menores a otros procesados. Absolvió a Carlos
Ibáñez.
La tragedia del 5 de septiembre decidió el resultado de
la jornada electoral a favor del candidato del Frente Popular.
Ibáñez retiró su candidatura y el diario
La Opinión pidió el apoyo ibañista para Pedro
Aguirre Cerda. Desde la cárcel, Jorge González lanzaba
igual consigna.
Gracias a este apoyo el candidato de la Izquierda triunfó
por 4.111 votos. Fracasarían las tentativas para revertir
el resultado. En la medianoche del 25 la radio El Mercurio reconoció
el triunfo de la oposición y pocos minutos más tarde
Aguirre Cerda pronunció un discurso como candidato victorioso.
El 11 de noviembre, el director general de Carabineros, Arriagada,
y el comandante en jefe del ejército, general Oscar Novoa
Fuentes, reconocieron el triunfo del candidato radical.
El 25 de diciembre asume el mando Pedro Aguirre Cerda e indulta
a González von Marées y demás condenados.
El general Arriagada fue llamado a retiro. La coalición
triunfante presenta el 17 de marzo de 1939 una acusación
constitucional contra Arturo Alessandri. En tanto, la comisión
investigadora de la Cámara de Diputados concluyó
que existió una orden superior, que fue impartida por Arriagada
o por el presidente de la República. La mayoría
derechista de la Cámara rechazó el informe.
En los primeros días de abril el fiscal militar Ernesto
Banderas Cañas comenzó un sumario contra Arriagada
y otros inculpados, expidiendo su dictamen a fines de junio, en
que pedía pena de muerte para el civil Francisco Droguett,
presidio perpetuo para Arriagada y quince años para los
demás oficiales implicados. El 28 de septiembre de 1939
la Corte de Apelaciones sobreseyó definitivamente a Carlos
Ibáñez y a los nazistas procesados y dejó
sin efecto la sentencia del ministro Erbetta. El juzgado militar,
por sentencia de 29 de abril de 1940, absolvió a algunos
oficiales, condenó a Arriagada, González Cifuentes
y Pezoa a 20 años de presidio mayor, y a Droguett a presidio
perpetuo.
“La derecha oligárquica y elementos moderados del
nuevo gobierno trataron de dejar en el olvido la trágica
masacre. Diversas presiones y compromisos políticos determinaron
que el 10 de julio de 1940, el Ministerio de Justicia dictara
un decreto de indulto para los condenados, dejando así
en la impunidad uno de los crímenes más alevosos
de nuestra historia política, sólo superado por
los numerosos asesinatos masivos e individuales cometidos bajo
el gobierno militar del general Augusto Pinochet” (Alberto
Galleguillos Jaque, Memorias de un profesor exonerado, Centro
Gráfico Ltda., Santiago, 1989).
No se había esclarecido toda la verdad, pues quedaban en
la nebulosa diversos hechos que afectaban la responsabilidad del
presidente Alessandri; ni se había hecho justicia, al consagrarse,
prácticamente, la impunidad. Tampoco, se cumpliría
el ferviente deseo de que nunca más se repitieran delitos
tan atroces
RENE BALART CONTRERAS