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Edición 546
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DESPERTAR DEL MOVIMIENTO SOCIAL
Congreso
Radio experimental en hospital siquiátrico
Una antena que
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AQUÍ ESTÁN LAS PRUEBAS QUE EXIGE EL JEFE DE LA ARMADA

QUE EL ALMIRANTE PIDA PERDÓN DE RODILLAS
fueguinos
Lo que vio Andrés Aylwin
Diecisiete años
de horror y crímenes
Haití
El reino de la miseria
Admite el ministro Francisco Vidal
Unos pocos manejan
la agenda informativa

Las glorias
del Ejército

Las Glorias del Ejército
Jorge Lavandero
Batiendo el cobre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que vio Andrés Aylwin

Diecisiete años
de horror y crímenes

En 1973, Andrés Aylwin Azócar era diputado del Partido Demócrata Cristiano. Había sido elegido en 1965 por el antiguo Cuarto Distrito, y fue reelecto en 1969 y en las elecciones realizadas el año del golpe.

En esa época, Andrés Aylwin se caracterizaba por un estrecho contacto con sus electores, en su mayoría obreros y campesinos. Presidió la comisión de Legislación y Justicia e integró la de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados.

Rechazó, desde el primer momento, el golpe de Estado y fue uno de los firmantes de un manifiesto de dirigentes de la DC que condenaba el asalto a la democracia y manifestaba total adhesión a la libertad. Así comenzó un activismo incansable a favor de las víctimas de la dictadura.
Andrés Aylwin hizo valer su profesión de abogado para alzar su voz en innumerables alegatos ante los consejos de guerra, interpuso centenares de recursos de amparo en favor de obreros, profesionales, mujeres y estudiantes víctimas de la represión. Denunció los crímenes de la dictadura ante organismos nacionales e internacionales. Ello le valió ser relegado a la aldea aymara de Guallaitire, a 4.500 metros de altura en la frontera con Bolivia. Regresó para asumir una incansable denuncia de asesinatos, torturas, campos de concentración, prisiones secretas y de la siniestra impunidad de los aparatos de represión.
Cuando le propusieron escribir sus memorias, optó por referirse sólo a los diesiete años de la dictadura, en los que fue una conciencia valerosa e implacable siempre dispuesto a decir la verdad al precio que fuera. Escribió un volumen de 460 páginas que llamó Simplemente lo que vi (1973-1990) y los imperativos que surgen del dolor, que publicó Lom Ediciones. Allí narra “la realidad que me tocó ver y vivir en ese tiempo, en mi entorno inmediato”. No se trata de un análisis de lo ocurrido en Chile a partir del 11 de septiembre de 1973, sino de la narración de un conjunto de hechos estremecedores y próximos.
“Lo recordado -dice- son crímenes y crueldades que llevaron a la muerte o degradación a millares de personas y junto con ello, a la destrucción de valores que eran parte sustancial de nuestra vida e historia. Crímenes que además provocaron el terror de grandes masas de chilenos haciendo posible que, en medio del silencio y la pasividad de la gente, la mayoría pobre y de clase media de nuestro país fuera privada de conquistas, avances y dignidades”.
Andrés Aylwin reafirma su condición de testigo. Y subraya que su imperativo moral surge con más intensidad “al constatar que la maldad tiende hoy a relativizarse, incluso a justificarse, y que al interior de nuestra sociedad se mueven extrañas fuerzas -las mismas que ayer desataron la crueldad y usufructuaron de ella- que ahora intentan transmitir una visión falsa, a veces idílica de lo que fue el gobierno de Pinochet y de la derecha chilena”.

LA SIRENA DE
LA MAESTRANZA

Empieza por recordar en el libro las casas y lugares de San Bernardo, ligado a su infancia y juventud. El hospital, donde vio aliviar dolores de familiares o amigos, la iglesia y otros escenarios pueblerinos y agrestes que frecuentó durante muchos años. En esos espacios, revive lo que fue la dictadura en la vida diaria de una comunidad “para hacer conciencia de la perversidad que nos afectó durante diesiete años, que estuvo presente al lado nuestro, junto a nosotros”.
En 1929 los padres de Andrés Aylwin decidieron vivir en San Bernardo, atraídos por la paz y el aire puro. El padre de la familia, Miguel, era un juez que llegó a ser presidente de la Corte Suprema. Residieron en una casaquinta de la avenida Portales, una gran avenida con castaños, plátanos orientales y magnolios paralela a la línea del ferrocarril. Estaba frente a la maestranza de FF.CC. del Estado, en la que llegaron a trabajar más de dos mil obreros. Una potente sirena despertaba a todo el vecindario a las 6:30 de la mañana. Un tren llegaba a las siete, con los trabajadores que vivían en Santiago o en Lo Espejo. El sindicato obrero era uno de los más poderosos del país.
La crisis del salitre, a comienzos de los años 30, y otras situaciones hicieron llegar a San Bernardo una ola de cesantes. Algunos dormían frente a la casa de los Aylwin. La realidad de San Bernardo determinó que la familia se sensibilizara con los problemas sociales.
Andrés Aylwin y sus hermanos, alumnos del liceo de San Bernardo, participaban en las fiestas patrias que se celebraban en la maestranza de ferrocarriles entre guirnaldas, banderas, empanadas y chicha. Concurría casi todo el pueblo. Era un lugar de encuentro democrático que no consideraba clases sociales ni diferencias políticas.
A esa misma maestranza ingresó, el 28 de septiembre de 1973, un grupo de soldados fuertemente armados que arrestaron a nueve trabajadores, a los que se sumaron otros dos detenidos en sus domicilios. Pasaron días sin que se supiera de los presos: se extendió el rumor de que habían sido fusilados. Sus compañeros y familiares tuvieron pronto la evidencia de que así había ocurrido. La mayoría de las víctimas no sobrepasaba los treinta años. A sus familiares no les fue posible ver los cadáveres ni recuperar sus cuerpos. Luego, el dirigente sindical Sergio Sotolichio pudo testimoniar la suerte de sus compañeros y describió, desgarrado, lo que vio: “Nunca olvidaré sus rostros y cuerpos hechos pedazos. No sólo eran los proyectiles de guerra. Era como si la furia con su máxima crueldad e irracionalidad se hubiera desencadenado sobre ellos, despedazando sus miembros”.
En los meses que siguieron a los asesinatos de los once dirigentes sindicales, la maestranza de San Bernardo empezó a morir lentamente. Todo lo que fuera propiedad del Estado comenzó a ser privatizado. Miles de buses hicieron languidecer la actividad de las estaciones ferroviarias; fueron suprimidos ramales, se levantaron las vías férreas. Los trabajadores ferroviarios pasaron a ser cesantes o jubilados con míseras pensiones.

LOS ASESINATOS DE PAINE

Casi paralelamente más de cien campesinos habían sido arrestados en la zona de Paine. Estaban ligados al proceso de reforma agraria y de sindicalización campesina. Sus familiares acudieron a Andrés Aylwin para que ayudara a ubicarlos y los asesorara como abogado.
Piquetes de carabineros, acompañados de civiles miembros del Partido Nacional, habían detenido a los trabajadores agrícolas. Se hablaba de personas que habían sido asesinadas por grupos de civiles y uniformados, cuyos cadáveres habían sido arrojados en sectores rurales. Patrullas militares también habían efectuado operativos en diversos sectores, desde Huelquén hasta la laguna de Aculeo, incluyendo Paine.
Uno de esos crímenes tuvo como escenario la viña El Escorial, de Paine. Allí se efectuó un operativo en que participaron un centenar de militares, apoyados por un helicóptero. Disparaban al aire y a las puertas, allanaron las casas con grandes destrozos. A los hombres los reunieron en la cancha de fútbol y los sometieron a brutales tratos. Casi todos los detenidos -igual que en San Bernardo- eran jóvenes, entre 16 y 30 años. Fueron conducidos al campo de prisioneros del cerro Chena, en San Bernardo. Sólo tres regresaron juramentados para guardar silencio. Los restantes, fueron fusilados y sus cadáveres se conservaron por años en el Instituto Médico Legal. Sus funerales se efectuaron recién en enero de 1991.
El macabro balance de los arrestos en la zona de Paine incluyó a diecisiete campesinos del fundo El Escorial, catorce del 24 de Abril y a sesenta personas de Aculeo, Champa y Paine. “En síntesis -dice Aylwin- en lo que hoy es la provincia del Maipo más del ochenta por ciento de los crímenes de la dictadura fueron perpetrados en octubre de 1973”.
Ese mismo mes la llamada Caravana de la Muerte hizo desaparecer a setenta y cinco chilenos, desde Cauquenes hasta Calama. También se registraron crímenes masivos en Parral, Talcahuano, Puente Alto, Llanquihue, Porvenir, Chihuío, Panguipulli, Mulchén y Lago Ranco. Y en Santiago, en la remodelación San Borja y en El Arrayán. Asimismo figuran en la fatídica lista de ese mes los campesinos y pobladores que fueron arrojados a los hornos de Lonquén.
En el otrora apacible San Bernardo ocurría otro hecho que conmovía a sus habitantes. El cura español Juan Alsina partió desde la casa parroquial a su trabajo en el Hospital San Juan de Dios, en Santiago. Fue detenido y conducido al Internado Nacional Barros Arana, desde donde fue sacado para ser fusilado en el puente Bulnes del río Mapocho. Su cadáver apareció en las riberas del río. Muchos de los detenidos que figuraron en las nónimas y cuyos cuerpos nunca han sido encontrados fueron arrojados -según el Ejército- al mar. En esas listas está el industrial Andrés Pereira, padre de la abogada Pamela Pereira.
Para olvidar por unos días esa orgía de sangre, Andrés Aylwin fue con su esposa a Temuco, en el verano de 1974. Allí encontró el mismo cuadro de represión. Le informaron que en el puente del río Toltén fusilaron a campesinos y ex dirigentes de la Unidad Popular. Allí estaban, como testimonio, las perforaciones de bala en las barras metálicas del puente.

“BATALLON JUDICIAL”
DE LA DICTADURA

En octubre de 1973, Andrés Aylwin pidió una entrevista con el presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia Manzano, para hacerle presente las arbitrariedades cometidas con tantas personas. El juez Urrutia, abierto partidario de la Junta Militar, escuchó con impaciencia al abogado Aylwin y le dijo: “Lo que tú no entiendes es que aquí hay una guerra y que si ellos hubiesen obtenido la victoria, estaríamos muertos. Pero ellos no triunfaron...”
La orientación de los tribunales era “no crearle problemas” a los que “habían salvado a la patria”. De acuerdo a esa concepción -escribe Aylwin- los tribunales eran tan sólo un “batallón” o una “división” dentro del movimiento liberador y triunfante. Configuraban el “frente judicial”, para seguir la terminología de Pinochet en aquellos días. El ministro Israel Bórquez, por ejemplo, llamó a Aylwin para preguntarle qué pretendía con sus recursos de amparo pues “todas esas personas debían estar muertas”. Es una demostración de que se estaba asesinando a ciudadanos con la tolerancia y conocimiento del Poder Judicial.
Andrés Aylwin asistió, como espectador, a un consejo de guerra en San Antonio. Eran defensores de los acusados un teniente, un capitán y un mayor. Aducían que sus defendidos eran ingenuos “que envenenados por el marxismo internacional” se habían transformado en activistas de la Unidad Popular, pero que estaban profundamente arrepentidos y dispuestos a reintegrarse a la sociedad como ciudadanos patriotas y padres amantes de sus hijos.
Presenció también el juicio a una niña de 16 años, Marcela Bacciarini, cuyo padre había sido asesinado y estaba acusada de haber leído un manifiesto de la Unidad Popular por la radio. La joven sufrió un shock nervioso ante el tribunal militar, apenas podía articular palabra, aterrada e indefensa. Andrés Aylwin se conmovió tan profundamente que allí definió cuáles serían sus tareas futuras: “Pienso que allí, más que en otros lugares, tomé una decisión que mantuve inevitablemente a través de los años. No le creía nada a la tiranía o a su prensa, ni a las supuestas fugas, ni a la negación de los arrestos, ni a sus informaciones siempre llenas de embustes. Esa fue la brújula que me señaló el camino por muchos años y que un día me llevaría al encuentro de nuevas verdades. Dramáticas y crueles verdades que estaban al lado nuestro, junto a nosotros, al alcance de cualquier persona predispuesta a escuchar las voces del dolor”.

LA DOCTRINA
DE JAIME GUZMAN

La derecha no llamó jamás a los militares a la prudencia. Al contrario, algunos rechazaron la moderación y descartaron una “dictablanda”. Una minuta de Jaime Guzmán Errázuriz, días después del golpe dice: “El éxito de la Junta está directamente ligado a la dureza y energía que el país aplaude. Todo complejo o vacilación en este propósito será nefasto. El país sabe que enfrentará una dictadura y la acepta”. El mismo Guzmán fue el autor de la doctrina “la Junta de Gobierno no responde ante nadie, sino ante Dios y la historia”, consagrada en la sesión de la Comisión Constituyente del 5 de septiembre de 1974.
El ya mencionado Urrutia Manzano le reprochó al abogado Gastón Cruzat crear problemas “a los salvadores de la patria” cuando éste le habló del fusilamiento y torturas a Eugenio Ruiz-Tagle. Cruzat sufrió el desprecio de muchos de sus colegas de derecha y recibió amenazas de expulsión del país. Los abogados vinculados a la defensa de los derechos humanos -dice Aylwin- vivían en un clima de constantes amenazas, de asedio de los agentes de la CNI, de intimidación a sus familiares, de llamados telefónicos insultantes.
Por eso fue muy valerosa la carta dirigida a la conferencia de cancilleres de la OEA, realizada en Santiago en junio de 1976, firmada por los abogados Eugenio Velasco Letelier, Héctor Valenzuela Valderrama, Fernando Guzmán Zañartu, Jaime Castillo Velasco y Andrés Aylwin Azócar. Decían en lo medular: “Frente a cualquier reclamo en contra de los arrestos, crueldades y crímenes el gobierno da por agotada la investigación. Tan pronto recibe el informe respectivo de la Dina niega haber arrestado a la persona muerta, desaparecida, secuestrada o violada. Posteriormente, las cortes de Apelaciones y Suprema se satisfacen siempre con el informe del Ministerio del Interior, basado precisamente en el informe de la Dina. Así, todo reclamo, toda angustia y toda tragedia pasa al mundo del silencio absoluto y al sufrimiento secreto de las familias afectadas”.
Los medios de comunicación oficialistas -El Mercurio, La Tercera, La Segunda- acusaron a esos abogados de “vende patria”. El empresario Ricardo Claro y Jaime Guzmán consideraron que la carta era “una cobardía moral” y “parte de la conjura extranjera contra el gobierno de Chile”.
Una semana después del término de la conferencia de la OEA en Santiago, dos firmantes de la carta, Jaime Castillo y Eugenio Velasco, fueron expulsados del país.

POLITICA DE EXTERMINIO

Antes, Andrés Aylwin había enviado a los presidentes de la Corte de Apelaciones y de la Corte Suprema un documento para denunciar la detención y desaparición de Jacqueline Binfa e indagar sobre la suerte de 119 detenidos desaparecidos que figuraron en una lista publicada en dos periódicos creados por la Dina en Argentina y Brasil. El escrito no fue jamás contestado, a pesar que fue leído en el Pleno de la Corte Suprema causando impresión. Los magistrados rechazaron sistemáticamente designar un ministro en visita para investigar los hechos monstruosos denunciados por Andrés Aylwin.
La explicación para toda esta impunidad es una sola y tiene en el libro una clara exposición: “En Chile se diseñó una política de aplastamiento y exterminio por un gobierno dirigido por quienes pensaban que ‘había que erradicar para siempre el cáncer marxista’ (Leigh), que era lícito ‘lanzar desde los aviones a los prisioneros’, incluido el presidente derrocado (Pinochet); que creían que ‘los marxistas no eran seres humanos sino humanoides a quienes el demonio les había sacado el alma’ (Merino) o que estimaban explicable el fusilamiento de campesinos en Lonquén, pues afectaba a personas que ‘no eran un dechado de virtudes’ -como si sólo los muy virtuosos tuvieran derecho a vivir- (Mendoza). Lo triste es que a estas personas con concepciones anticristianas, la derecha política y económica (representada por algunos de sus más conocidos líderes) les reconoció, por razones de conveniencia o interés de Estado, las más amplias facultades, calificando de traidores a los que hacían cualquier cuestionamiento y consagrando la doctrina de que los miembros de la Junta (los cuatro citados) podían actuar con absoluta libertad y no debían responder ni dar cuenta a nadie”.
Agrega Aylwin que a esos criterios se subordinaron el Poder Judicial y los diarios de la empresa El Mercurio y Copesa. Mintieron, descalificaron a los defensores de los derechos humanos, omitieron los crímenes, santificaron a la dictadura.
En el verano de 1978 el valiente abogado fue relegado a Guallaitire, un pueblo de treinta casas en el altiplano al interior de Arica, en la frontera con Bolivia. Allí, a 4.500 metros de altura, en pleno invierno boliviano la temperatura desciende varios grados bajo cero. Aylwin dormía en el suelo, sin frazadas. El aire estaba impregnado de emanaciones sulfurosas provenientes de un cercano volcán. Hizo ingeniosos esfuerzos para sobrevivir. Caminaba lo justo para no entumirse, dormitaba exactamente lo que su organismo requería, hacía contorsiones para extraer algo de oxígeno de aquel aire enrarecido, subsistió “en ese extraño mundo donde la conciencia se va perdiendo, no se sabe si para siempre”.
El sargento del retén de Carabineros local comunicó a sus superiores que se desligaba de toda responsabilidad si no evacuaban de inmediato al abogado relegado. Fueron a buscarlo una medianoche y lo trasladaron hasta una choza en el pueblo de Molinos, a 60 kilómetros de Arica. Siguió durmiendo en el suelo sin colchón ni frazadas.

EL MANTO DE LA VICARIA

Pero nada podía desalentarlo. Estaba al servicio de la Vicaría de la Solidaridad, que prestó atención jurídica a más de cuarenta y cinco mil personas, patrocinó más de nueve mil quinientos recursos de amparo, asistió a noventa y dos mil personas. La Vicaría desarrollaba su trabajo con permanente hostigamiento, pero bajo su manto “se hermanaron muchedumbres de soledades”. Cuando la vida humana fue pisoteada, “la Vicaría afirmó con coraje los valores morales; cuando parecía que no había razón para creer en nada ni nadie, la Vicaría fue bastión de la fe en el hombre, en su dignidad y en su destino. Fue luz y esperanza, en tiempos de muerte y oscuridad”, escribe Andrés Aylwin.
Aylwin subraya el papel que cumplieron el cardenal Raúl Silva Henríquez con los obispos de su entorno y el mártir de la Vicaría, José Manuel Parada.
El libro dedica estremecidas y documentadas páginas a Sebastián Acevedo, que se inmoló en Concepción exigiendo que aparecieran sus hijos detenidos en cárceles secretas; al campesino José Calderón Miranda, que logró sobrevivir a un fusilamiento luego de ser lanzado al río Maipo y que permaneció oculto durante cuatro años; al secuestro y asesinato del médico Carlos Godoy Lagarrigue, de San Bernardo; al asesinato de la joven embarazada Reinalda del Carmen Pereira; al fusilamiento del médico Héctor García y del dirigente sindical Jorge Lamich, de Buin; al atentado, en Roma, contra Bernardo Leighton y su esposa; al asesinato, en Washington, de Orlando Letelier y Ronnie Mofit; al desalojo de 112 familias pobres del barrio alto, para ser arrojados en San Bernardo y en sectores periféricos...
Lo que vio Andrés Aylwin fue un cuadro completo de aplastamiento de la vida y los derechos de los chilenos por una dictadura que agotó toda capacidad de asombro con sus crímenes y el uso del terror permanente.

HERENCIA DE PINOCHET

¿Qué ha ocurrido después? Andrés Aylwin no es conciliador en sus conclusiones: “El régimen militar nos dejó una institucionalidad que permite que la minoría que usufructuó de la dictadura y que creó un esquema económico-social en su beneficio, pueda mantener no se sabe por cuanto tiempo las instituciones y estructuras sociales que la favorecen. Ello como resultado de un conjunto de aberraciones: sistema electoral binominal, altos quórums de votación para modificar leyes importantes, existencia de un Tribunal Constitucional conservador, senadores designados, traspaso de parte de la soberanía al poder armado, predominio del mercado y la derecha sobre los medios de comunicación”

LUIS ALBERTO MANSILLA


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