Edición 581 - Desde el 26 de noviembre al 9 de diciembre de 2004
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LA TORTURA
EN CARNE PROPIA

Manuel Cabieses

(Extracto del testimonio que Manuel Cabieses Donoso entregó a la Comisión Internacional Investigadora de los Crímenes de la Junta Militar Chilena, Ciudad de México, febrero de 1975. A esa Comisión pertenecían los escritores Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, el pintor Roberto Matta, y muchas otras personalidades europeas y latinoamericanas. Al momento de su detención, Cabieses dirigía la revista Punto Final, era redactor del vespertino Noticias de Ultima Hora, presidente del sindicato de trabajadores de ese diario, consejero regional del Colegio de Periodistas, dirigente del cordón sindical Santiago-Centro y militante del MIR. Detenido en la calle el 13 de septiembre de 1973, fue llevado a una comisaría de Carabineros y luego al Ministerio de Defensa Nacional, Estadio Chile, Estadio Nacional, Campamento de Chacabuco (provincia de Antofagasta), Campamento Melinka, en Puchuncaví, provincia de Valparaíso, y Campamento de Tres Alamos, en Santiago. Fue expulsado del país -junto con su familia- el 16 de enero de 1975 y acogido en Cuba. Con su esposa, Flora Martínez, también militante del MIR, regresaron clandestinamente en 1979, permaneciendo en Chile hasta el final de la dictadura).


Fui detenido en la tarde del 13 de septiembre, cuando me trasladaba a otro escondite más seguro. Yo aparecía en el primer bando que emitieron los militares golpistas exigiendo que numerosos dirigentes políticos se entregaran a las nuevas autoridades. Naturalmente, no acaté ese bando.
Me trasladaba en un auto con el periodista José Carrasco y el sociólogo argentino Patricio Biedma(*), cuando nos obligó a detenernos una barrera policial en la calle Santa Lucía. Cuando ya nos retirábamos, luego que carabineros revisaron el vehículo y nuestros documentos, al parecer alguien me denunció porque fuimos detenidos. Junto con mis compañeros -con las manos en la nuca y apuntados por fusiles- fuimos conducidos a una comisaría cercana, donde había muchos otros detenidos.
A mí me aislaron y un oficial comprobó mi identidad en el mencionado bando de la junta militar publicado en El Mercurio. De inmediato, comenzó el maltrato: golpes de puño, culatazos, patadas e insultos. Me sacaron los documentos de identificación, el dinero, el reloj, los anteojos. El oficial de guardia hizo llamar al comisario, quien, a su vez, telefoneó al Ministerio de Defensa informando de mi captura. Me dijeron que una patrulla militar vendría a buscarme. Entretanto, mis compañeros fueron puestos en libertad.
En eso, llegó un oficial de la Fach que traía detenido, apuntándole con una pistola, a un joven de unos 20 años. Dijo a los carabineros que su prisionero era un cubano que vivía en su edificio. Los carabineros se abalanzaron sobre el muchacho, golpeándolo con inusitado salvajismo. El joven gritaba que no era cubano sino un estudiante panameño becado en Chile. Pero siguieron golpeándolo y lo arrastraron a otra dependencia de la comisaría.
Poco después, llegó a buscarme un subteniente de ejército con dos soldados. Conversó con el comisario, examinó mi carnet de identidad y dijo que tenía instrucciones de llevarme al Ministerio de Defensa. Quiso hacerlo de inmediato, pero el oficial de guardia en la comisaría insistió en redactar un parte que consignaba mi arresto. Terminado el procedimiento, el subteniente me notificó: “A partir de este momento, cualquier gesto raro que usted haga, es hombre muerto”. Con las manos en la nuca me hizo subir a un jeep descapotado y sentar junto al chofer. El oficial se instaló apuntándome su fusil a la cabeza.
Se oían disparos aislados en la ciudad. Al bajar del jeep, vi salir muy sonriente del Ministerio de Defensa a León Vilarín, presidente de los camioneros. En un ascensor me llevaron al sexto piso. Recorrimos un pasillo y me hicieron detener, mirar a la pared y me vendaron los ojos con mi propia bufanda. A golpes me hicieron caminar en círculos, subir y bajar escaleras y finalmente, me arrojaron al suelo, obligándome a abrir piernas y brazos en cruz. Empezaron a golpearme: culatazos, patadas, caminaban sobre mí, me pisoteaban las manos. No hacían preguntas, pero amenazaban con matarme. Finalmente, me hicieron poner de pie y caminar hasta lo que creo era un patio. Alguien me dijo: “Te vamos a fusilar aquí mismo”. Me puso una pistola en la sien y agregó: “No te preocupes, si quedas vivo te doy el tiro de gracia”. Oí que pasaban bala y se hizo un silencio de eternidad. Sentí que hablaban en voz baja y la misma voz anterior me dijo que se suspendía el fusilamiento “porque a mi general le molestan los disparos... Pero te vamos a tirar por el hoyo del ascensor”.
Me llevaron a otro lugar, donde me hicieron pisar el vacío y luego, agarrándome de la ropa, me empujaban simulando que me iban a lanzar. Después me ataron una cuerda a los pies, dijeron que me harían “tomar aire” y me colgaron de una ventana cabeza abajo. Así estuve unos minutos. Enseguida me alzaron y repitieron el simulacro de fusilamiento. Siempre vendado me sacaron a la calle y me subieron de nuevo a un jeep. Me llevaron a un lugar que me pareció un basural. Allí me hicieron un tercer simulacro de fusilamiento. Esta vez pensé que iba en serio, porque se sabía que el ejército estaba usando basurales para ejecutar prisioneros.
En cambio, me llevaron a un lugar abrigado, donde se oían muchas voces. Me quitaron la venda y me encontré frente a un grupo de oficiales de ejército que charlaban, fumaban y bebían café y refrescos. Un teniente coronel presidía el grupo. Me informó que estábamos en el Estadio Chile, convertido en campo de “prisioneros de guerra”. Luego de identificarme ante sus oficiales como director de Punto Final -una revista “castro-comunista”, dijo- me planteó un insólito diálogo sobre socialismo, capitalismo y justicia social. Su tono era autoritario pero no amenazante. Sus oficiales lo escuchaban y hacían gestos de aprobación. Me invitó a opinar y así lo hice, defendiendo mis ideales y mi dignidad personal en el debate más espinudo que me ha tocado en la vida. Cuando mi interlocutor estimó que ya era suficiente, ordenó a un teniente con la boina roja de las unidades blindadas que me llevara a mi calabozo.
Este oficial continuó el diálogo que había iniciado su superior. Me enteré que era de origen alemán, de una familia de agricultores, que conocía y admiraba la RDA y que en junio del 73 había tomado parte en el “tanquetazo”. Caminamos por los corredores interiores del Estadio Chile donde había muchos compañeros con los ojos vendados y las manos en la nuca o atadas a la espalda. Soldados y civiles de Patria y Libertad los golpeaban con fusiles, laques y manoplas. Pasamos junto al cuerpo exánime de un hombre corpulento al que unos civiles pateaban en el suelo. Era Littré Quiroga, ex director del Servicio de Prisiones. El teniente, imperturbable, seguía hablándome, indiferente al paisaje de horror que nos rodeaba.
Llegamos a un camarín en el que se encontraba -golpeado y con un corte en la cabeza- el ex ministro del Trabajo, Jorge Godoy. Fue mi compañero de celda durante dos o tres días -no estoy seguro- en que compartimos un pedazo de pan duro como único alimento. Una noche trajeron a otros prisioneros, entre ellos algunos ex subsecretarios como Laureano León (Trabajo), Augusto Jiménez (Previsión Social) y Waldo Suárez (Educación). Horas después, nos sacaron en fila india. Al salir del Estadio Chile pasamos junto a Víctor Jara. Lo habían dejado a un lado y una luz le daba en el rostro. Le vi una sonrisa desafiante.
Nos metieron en camiones frigoríficos, de pescado. Eramos tantos que se nos hizo difícil respirar. Algunos se desmayaron. Finalmente llegamos al Estadio Nacional. A nuestro grupo lo llevaron a los subterráneos y nos asignaron uno de los camarines por celda. Al día siguiente, nos dieron un tazón de tallarines, nuestra primera comida en cuatro días. No teníamos colchonetas ni mantas, aunque después nos dieron algunas.
El 18 de septiembre nos hicieron formar en el pasillo, y vimos que se aproximaba un grupo de militares acompañando a un civil encapuchado. Este señalaba, de vez en cuando, a alguno de los prisioneros alineados frente a los camarines. De inmediato, éste era separado del resto. El grupo marchaba con lentitud, para que el encapuchado observara bien a los presos. Supe de antemano que el encapuchado me indicaría. Y así fue.
Nos hicieron arrodillarnos con las manos en la nuca y caminar así por ese interminable pasillo del Estadio Nacional. Eramos unos 80 a 100 compañeros. Nos dejaron en esa posición durante horas, esperando no sabíamos qué, y finalmente nos metieron en un baño. Al día siguiente, nos devolvieron a un camarín. Ahora conformábamos un nuevo grupo. Esa misma noche fui llamado a un interrogatorio. Lo hizo un oficial de la Armada, que se había instalado con una mesita en un recodo del subterráneo. Fueron preguntas superficiales, que revelaban un importante grado de ignorancia sobre la Izquierda. Insistió en preguntarme por el paradero de Carlos Altamirano, secretario general del PS. No hubo tortura. El marino habló más que yo. El golpe, dijo, instauraría un gobierno nacionalista “a la peruana”. A él escuché por primera vez lo del Plan Z y esa candorosa historia para instaurar la “dictadura del proletariado” en Chile.
Al camarín en que nos apretujábamos estas más de 80 personas, llegaron varios extranjeros. Entre ellos, unos sacerdotes a los que prohibieron oficiar misa. La comida era mala y escasa. Los médicos prisioneros atendían como podían a los enfermos y torturados. Aparecieron las señoras de la Cruz Roja, con un cargamento de aspirinas y luego armadas con baldes y brochas para bañarnos con lindano y combatir la sarna y los piojos. El hacinamiento era horrible y obligaba a planificar el espacio, organizar el uso y limpieza de las letrinas y fomentar la solidaridad para compartir los pocos recursos de que disponíamos.
Casi todas las noches, regresaban compañeros desfalleciendo por los golpes y descargas de electricidad que recibían en los interrogatorios. Sin embargo, la moral de los prisioneros era excelente. Surgieron las primeras formas de organización, que más tarde se perfeccionarían a través de los Consejos de Ancianos de los campos de concentración. En el camarín, donde fui elegido jefe, comencé mi “carrera” de dirigente de prisioneros. Pienso que aquel fue el honor más grande que he recibido en mi vida. En la prisión se construyó una nueva relación, fraternal y despojada de sectarismo, humana y leal, entre quienes habíamos discrepado duramente en el pasado. Una lección de unidad comenzaba a alumbrar en las conciencias.
Volví a ser interrogado una vez más. Esta vez por un oficial de Carabineros. No me golpearon pero el oficial empuñó unas grandes tijeras y amenazó cortarme las orejas, aunque se conformó con unos mechones de cabello. Volví al camarín convertido en el último de los mohicanos.
El 7 de noviembre de 1973, a los últimos prisioneros del Estadio Nacional nos sacaron en buses custodiados por carabineros. Partieron rumbo a Valparaíso. Allí, descendimos a las tinieblas de las bodegas del Andalién, un buque salitrero a cargo de la Armada. Aunque creíamos que nos iban a fondear en el mar, llegamos a Antofagasta donde nos esperaba un tren del ejército que nos llevó hasta Chacabuco. Allí permanecí un año.
En julio de 1974 recibí una carta de Miguel Enríquez, comunicándome mi incorporación al comité central del MIR. A fines de octubre, nos trasladaron a la base aérea de Cerro Moreno. Nos embarcaron, esposados, en un transporte Hércules C-130, que voló hasta la base de la Fach en Quintero. Ese viaje terminó en el campo de prisioneros de Puchuncaví, a cargo de la Infantería de Marina que aplicaba un régimen de prisión sumamente duro. Un castigo frecuente era el “picadero”: correr, hacer flexiones, revolcarse en el suelo, pararse, volver a correr hasta la extenuación. Algunos suboficiales decían haber recibido entrenamiento en Panamá -incluyendo administración de campos de prisioneros- de veteranos norteamericanos de las guerras de Corea y Vietnam.
Meses después me trasladaron a Santiago, al campo de prisioneros de Tres Alamos, a cargo de Carabineros. Había un pabellón que dependía directamente de la Dina para incomunicados que estaban siendo interrogados y torturados.
Esta fue la última etapa de mi viaje por las prisiones de la dictadura

(*) Biedma fue detenido en Buenos Aires, en julio de 1976, por agentes chilenos de la Dina que lo hicieron desaparecer. Es una víctima de la Operación Cóndor.
Carrasco fue asesinado por la CNI el 8 de septiembre de 1986, en Santiago.

CARTA A MI MUJER

En el Primer Encuentro Latinoamericano de Periodistas (Caracas, octubre de 1974) fue leída esta carta que Manuel Cabieses enviara desde Chacabuco a su esposa, Flora Martínez, el 3 de septiembre de ese año:

“Flora: poco que decir, apenas observar que en unos días más cumpliré un año preso. El tiempo ha corrido rápido. La prisión se hace menos dura cuando se piensa que uno no es el centro del problema. Lo que pasó en Chile afectó a todo un pueblo. Cada uno de nosotros sólo es una parte insignificante de un drama enorme. Despersonalizar nuestra situación nos permite comprender mejor lo que empezó a ocurrir hace un año. Nos hace más conscientes de nuestras responsabilidades y de lo importante que es mantenerse serenos y firmes. Es nuestra contribución al valor y la fe de muchos. La situación de ustedes, allá afuera, es comparativamente mucho peor que la nuestra. A nosotros nos gustaría alentarlos a ustedes -nuestras mujeres e hijos- haciéndoles saber que estamos firmes y enteros, confiados en el futuro. Tengo fe en ti y en los niños, que no se dejarán arrastrar por la desesperación ni abrumar por la adversidad. Ustedes han soportado bastante y aún tendrán que soportar mucho más. Pero estos golpes sólo endurecerán nuestro ánimo y nos darán una experiencia que a su tiempo madurará fructífera. Creo recordar el sentido de una frase de Martí: nadie muere en vano; su sacrificio en el ir y venir del tiempo, se traduce en formas más elevadas del desarrollo humano, en formas sociales más justas, en un pensamiento más avanzado que pondrá atajo a la barbarie y a la violencia de la explotación. Me parece que ésta es la experiencia que deja lo ocurrido. Lo fundamental no ha sido destruido. Sigue latiendo en el vientre del pueblo y al llegar su hora nacerá bajo formas nuevas. Es el curso que sigue la historia. Este retraso artificial va contra el sentido natural que siguen las fuerzas sociales. Por eso este período es tan anacrónico y tan brutal. Eso explica que se tenga que actuar a espaldas de la opinión mundial y esto es lo que hace inevitable su derrota. Todo lo que significa renovación y justicia ha tenido que luchar siempre para abrirse paso. ‘El que quiere nacer tiene que destruir un mundo’, ha escrito un hombre cargado de intuiciones, Hermann Hesse. No podía esperarse que el alumbramiento de una nueva sociedad estuviese aquí libre de los dolorosos espasmos del parto social. Creo que mucha gente, incluso entre aquellos que han sido utilizados para golpear tan duramente a nuestro pueblo, no comprendían lo que se jugaba cuando se dejaron arrastrar a esta vorágine de pavor. Pero la verdad comenzará a hacerse sentir, dejará al descubierto la realidad, limpiándola de la gruesa capa de falsedad, ignorancia y primitivismo que la ha recubierto. Debemos tener generosidad para tratar a los inocentes que fueron azuzados en nuestra contra. Ellos también son parte del pueblo engañado, insuficientemente informado, históricamente explotado y manipulado por una minoría.
Me gustaría conversar tantas cosas contigo, mi mujer; pero ahora es imposible. Más adelante, no lo sé. No sabemos nada de nuestro destino, sólo tenemos certeza en el futuro de nuestra patria y de nuestros hermanos. Todo lo que podamos decirles, ellos ya lo saben, lo sabrán mucho mejor en el futuro. Por eso estas reflexiones -por llamarlas de alguna manera-, fruto de sensaciones que nos afectan al cumplirse un año de esta situación, pertenecen a este diálogo poco íntimo entre tú y yo. Están sujetas a las contingencias que afectan nuestra correspondencia. Pero no puedo controlar el deseo de conversarlas contigo, mi bien más preciado, admirable compañera de las horas duras, tierna mujer de los fugaces momentos del amor. En lo substancial quiero que estés tranquila, que sigas teniendo esa fuerza moral demostrada durante estos meses, que cuides de los hijos para ese futuro luminoso que será de ellos y de los hijos de ellos, que alientes con tu firmeza a otras mujeres.
Los que más sufren en prisión son los que viven sólo para sí mismos, que no entienden otro dolor que no sea el propio y a quienes cualquier solución de su drama personal les parece bien. Su debilidad se manifiesta en actitudes que nos avergüenzan, porque rebajan la dignidad y respeto que merecen nuestros ideales.
Te quiero mucho y deseo verte, lo mismo a los hijos”.
MANUEL

(Publicado en "Punto Final" Nº 581, 26 de noviembre, 2004)

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