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LA
TORTURA
EN CARNE PROPIA
Manuel Cabieses
(Extracto del testimonio que Manuel Cabieses Donoso entregó
a la Comisión Internacional Investigadora de los Crímenes
de la Junta Militar Chilena, Ciudad de México, febrero de 1975.
A esa Comisión pertenecían los escritores Gabriel García
Márquez y Julio Cortázar, el pintor Roberto Matta, y muchas
otras personalidades europeas y latinoamericanas. Al momento de su detención,
Cabieses dirigía la revista Punto Final, era redactor del vespertino
Noticias de Ultima Hora, presidente del sindicato de trabajadores de ese
diario, consejero regional del Colegio de Periodistas, dirigente del cordón
sindical Santiago-Centro y militante del MIR. Detenido en la calle el
13 de septiembre de 1973, fue llevado a una comisaría de Carabineros
y luego al Ministerio de Defensa Nacional, Estadio Chile, Estadio Nacional,
Campamento de Chacabuco (provincia de Antofagasta), Campamento Melinka,
en Puchuncaví, provincia de Valparaíso, y Campamento de
Tres Alamos, en Santiago. Fue expulsado del país -junto con su
familia- el 16 de enero de 1975 y acogido en Cuba. Con su esposa, Flora
Martínez, también militante del MIR, regresaron clandestinamente
en 1979, permaneciendo en Chile hasta el final de la dictadura).
Fui detenido en la tarde del 13 de septiembre, cuando me trasladaba a
otro escondite más seguro. Yo aparecía en el primer bando
que emitieron los militares golpistas exigiendo que numerosos dirigentes
políticos se entregaran a las nuevas autoridades. Naturalmente,
no acaté ese bando.
Me trasladaba en un auto con el periodista José Carrasco y el sociólogo
argentino Patricio Biedma(*), cuando nos obligó a detenernos una
barrera policial en la calle Santa Lucía. Cuando ya nos retirábamos,
luego que carabineros revisaron el vehículo y nuestros documentos,
al parecer alguien me denunció porque fuimos detenidos. Junto con
mis compañeros -con las manos en la nuca y apuntados por fusiles-
fuimos conducidos a una comisaría cercana, donde había muchos
otros detenidos.
A mí me aislaron y un oficial comprobó mi identidad en el
mencionado bando de la junta militar publicado en El Mercurio. De inmediato,
comenzó el maltrato: golpes de puño, culatazos, patadas
e insultos. Me sacaron los documentos de identificación, el dinero,
el reloj, los anteojos. El oficial de guardia hizo llamar al comisario,
quien, a su vez, telefoneó al Ministerio de Defensa informando
de mi captura. Me dijeron que una patrulla militar vendría a buscarme.
Entretanto, mis compañeros fueron puestos en libertad.
En eso, llegó un oficial de la Fach que traía detenido,
apuntándole con una pistola, a un joven de unos 20 años.
Dijo a los carabineros que su prisionero era un cubano que vivía
en su edificio. Los carabineros se abalanzaron sobre el muchacho, golpeándolo
con inusitado salvajismo. El joven gritaba que no era cubano sino un estudiante
panameño becado en Chile. Pero siguieron golpeándolo y lo
arrastraron a otra dependencia de la comisaría.
Poco después, llegó a buscarme un subteniente de ejército
con dos soldados. Conversó con el comisario, examinó mi
carnet de identidad y dijo que tenía instrucciones de llevarme
al Ministerio de Defensa. Quiso hacerlo de inmediato, pero el oficial
de guardia en la comisaría insistió en redactar un parte
que consignaba mi arresto. Terminado el procedimiento, el subteniente
me notificó: “A partir de este momento, cualquier gesto raro
que usted haga, es hombre muerto”. Con las manos en la nuca me hizo
subir a un jeep descapotado y sentar junto al chofer. El oficial se instaló
apuntándome su fusil a la cabeza.
Se oían disparos aislados en la ciudad. Al bajar del jeep, vi salir
muy sonriente del Ministerio de Defensa a León Vilarín,
presidente de los camioneros. En un ascensor me llevaron al sexto piso.
Recorrimos un pasillo y me hicieron detener, mirar a la pared y me vendaron
los ojos con mi propia bufanda. A golpes me hicieron caminar en círculos,
subir y bajar escaleras y finalmente, me arrojaron al suelo, obligándome
a abrir piernas y brazos en cruz. Empezaron a golpearme: culatazos, patadas,
caminaban sobre mí, me pisoteaban las manos. No hacían preguntas,
pero amenazaban con matarme. Finalmente, me hicieron poner de pie y caminar
hasta lo que creo era un patio. Alguien me dijo: “Te vamos a fusilar
aquí mismo”. Me puso una pistola en la sien y agregó:
“No te preocupes, si quedas vivo te doy el tiro de gracia”.
Oí que pasaban bala y se hizo un silencio de eternidad. Sentí
que hablaban en voz baja y la misma voz anterior me dijo que se suspendía
el fusilamiento “porque a mi general le molestan los disparos...
Pero te vamos a tirar por el hoyo del ascensor”.
Me llevaron a otro lugar, donde me hicieron pisar el vacío y luego,
agarrándome de la ropa, me empujaban simulando que me iban a lanzar.
Después me ataron una cuerda a los pies, dijeron que me harían
“tomar aire” y me colgaron de una ventana cabeza abajo. Así
estuve unos minutos. Enseguida me alzaron y repitieron el simulacro de
fusilamiento. Siempre vendado me sacaron a la calle y me subieron de nuevo
a un jeep. Me llevaron a un lugar que me pareció un basural. Allí
me hicieron un tercer simulacro de fusilamiento. Esta vez pensé
que iba en serio, porque se sabía que el ejército estaba
usando basurales para ejecutar prisioneros.
En cambio, me llevaron a un lugar abrigado, donde se oían muchas
voces. Me quitaron la venda y me encontré frente a un grupo de
oficiales de ejército que charlaban, fumaban y bebían café
y refrescos. Un teniente coronel presidía el grupo. Me informó
que estábamos en el Estadio Chile, convertido en campo de “prisioneros
de guerra”. Luego de identificarme ante sus oficiales como director
de Punto Final -una revista “castro-comunista”, dijo- me planteó
un insólito diálogo sobre socialismo, capitalismo y justicia
social. Su tono era autoritario pero no amenazante. Sus oficiales lo escuchaban
y hacían gestos de aprobación. Me invitó a opinar
y así lo hice, defendiendo mis ideales y mi dignidad personal en
el debate más espinudo que me ha tocado en la vida. Cuando mi interlocutor
estimó que ya era suficiente, ordenó a un teniente con la
boina roja de las unidades blindadas que me llevara a mi calabozo.
Este oficial continuó el diálogo que había iniciado
su superior. Me enteré que era de origen alemán, de una
familia de agricultores, que conocía y admiraba la RDA y que en
junio del 73 había tomado parte en el “tanquetazo”.
Caminamos por los corredores interiores del Estadio Chile donde había
muchos compañeros con los ojos vendados y las manos en la nuca
o atadas a la espalda. Soldados y civiles de Patria y Libertad los golpeaban
con fusiles, laques y manoplas. Pasamos junto al cuerpo exánime
de un hombre corpulento al que unos civiles pateaban en el suelo. Era
Littré Quiroga, ex director del Servicio de Prisiones. El teniente,
imperturbable, seguía hablándome, indiferente al paisaje
de horror que nos rodeaba.
Llegamos a un camarín en el que se encontraba -golpeado y con un
corte en la cabeza- el ex ministro del Trabajo, Jorge Godoy. Fue mi compañero
de celda durante dos o tres días -no estoy seguro- en que compartimos
un pedazo de pan duro como único alimento. Una noche trajeron a
otros prisioneros, entre ellos algunos ex subsecretarios como Laureano
León (Trabajo), Augusto Jiménez (Previsión Social)
y Waldo Suárez (Educación). Horas después, nos sacaron
en fila india. Al salir del Estadio Chile pasamos junto a Víctor
Jara. Lo habían dejado a un lado y una luz le daba en el rostro.
Le vi una sonrisa desafiante.
Nos metieron en camiones frigoríficos, de pescado. Eramos tantos
que se nos hizo difícil respirar. Algunos se desmayaron. Finalmente
llegamos al Estadio Nacional. A nuestro grupo lo llevaron a los subterráneos
y nos asignaron uno de los camarines por celda. Al día siguiente,
nos dieron un tazón de tallarines, nuestra primera comida en cuatro
días. No teníamos colchonetas ni mantas, aunque después
nos dieron algunas.
El 18 de septiembre nos hicieron formar en el pasillo, y vimos que se
aproximaba un grupo de militares acompañando a un civil encapuchado.
Este señalaba, de vez en cuando, a alguno de los prisioneros alineados
frente a los camarines. De inmediato, éste era separado del resto.
El grupo marchaba con lentitud, para que el encapuchado observara bien
a los presos. Supe de antemano que el encapuchado me indicaría.
Y así fue.
Nos hicieron arrodillarnos con las manos en la nuca y caminar así
por ese interminable pasillo del Estadio Nacional. Eramos unos 80 a 100
compañeros. Nos dejaron en esa posición durante horas, esperando
no sabíamos qué, y finalmente nos metieron en un baño.
Al día siguiente, nos devolvieron a un camarín. Ahora conformábamos
un nuevo grupo. Esa misma noche fui llamado a un interrogatorio. Lo hizo
un oficial de la Armada, que se había instalado con una mesita
en un recodo del subterráneo. Fueron preguntas superficiales, que
revelaban un importante grado de ignorancia sobre la Izquierda. Insistió
en preguntarme por el paradero de Carlos Altamirano, secretario general
del PS. No hubo tortura. El marino habló más que yo. El
golpe, dijo, instauraría un gobierno nacionalista “a la peruana”.
A él escuché por primera vez lo del Plan Z y esa candorosa
historia para instaurar la “dictadura del proletariado” en
Chile.
Al camarín en que nos apretujábamos estas más de
80 personas, llegaron varios extranjeros. Entre ellos, unos sacerdotes
a los que prohibieron oficiar misa. La comida era mala y escasa. Los médicos
prisioneros atendían como podían a los enfermos y torturados.
Aparecieron las señoras de la Cruz Roja, con un cargamento de aspirinas
y luego armadas con baldes y brochas para bañarnos con lindano
y combatir la sarna y los piojos. El hacinamiento era horrible y obligaba
a planificar el espacio, organizar el uso y limpieza de las letrinas y
fomentar la solidaridad para compartir los pocos recursos de que disponíamos.
Casi todas las noches, regresaban compañeros desfalleciendo por
los golpes y descargas de electricidad que recibían en los interrogatorios.
Sin embargo, la moral de los prisioneros era excelente. Surgieron las
primeras formas de organización, que más tarde se perfeccionarían
a través de los Consejos de Ancianos de los campos de concentración.
En el camarín, donde fui elegido jefe, comencé mi “carrera”
de dirigente de prisioneros. Pienso que aquel fue el honor más
grande que he recibido en mi vida. En la prisión se construyó
una nueva relación, fraternal y despojada de sectarismo, humana
y leal, entre quienes habíamos discrepado duramente en el pasado.
Una lección de unidad comenzaba a alumbrar en las conciencias.
Volví a ser interrogado una vez más. Esta vez por un oficial
de Carabineros. No me golpearon pero el oficial empuñó unas
grandes tijeras y amenazó cortarme las orejas, aunque se conformó
con unos mechones de cabello. Volví al camarín convertido
en el último de los mohicanos.
El 7 de noviembre de 1973, a los últimos prisioneros del Estadio
Nacional nos sacaron en buses custodiados por carabineros. Partieron rumbo
a Valparaíso. Allí, descendimos a las tinieblas de las bodegas
del Andalién, un buque salitrero a cargo de la Armada. Aunque creíamos
que nos iban a fondear en el mar, llegamos a Antofagasta donde nos esperaba
un tren del ejército que nos llevó hasta Chacabuco. Allí
permanecí un año.
En julio de 1974 recibí una carta de Miguel Enríquez, comunicándome
mi incorporación al comité central del MIR. A fines de octubre,
nos trasladaron a la base aérea de Cerro Moreno. Nos embarcaron,
esposados, en un transporte Hércules C-130, que voló hasta
la base de la Fach en Quintero. Ese viaje terminó en el campo de
prisioneros de Puchuncaví, a cargo de la Infantería de Marina
que aplicaba un régimen de prisión sumamente duro. Un castigo
frecuente era el “picadero”: correr, hacer flexiones, revolcarse
en el suelo, pararse, volver a correr hasta la extenuación. Algunos
suboficiales decían haber recibido entrenamiento en Panamá
-incluyendo administración de campos de prisioneros- de veteranos
norteamericanos de las guerras de Corea y Vietnam.
Meses después me trasladaron a Santiago, al campo de prisioneros
de Tres Alamos, a cargo de Carabineros. Había un pabellón
que dependía directamente de la Dina para incomunicados que estaban
siendo interrogados y torturados.
Esta fue la última etapa de mi viaje por las prisiones de la dictadura
(*) Biedma fue detenido en Buenos Aires, en julio de
1976, por agentes chilenos de la Dina que lo hicieron desaparecer. Es
una víctima de la Operación Cóndor.
Carrasco fue asesinado por la CNI el 8 de septiembre de 1986, en Santiago.
CARTA A MI MUJER
En
el Primer Encuentro Latinoamericano de Periodistas (Caracas, octubre de
1974) fue leída esta carta que Manuel Cabieses enviara desde Chacabuco
a su esposa, Flora Martínez, el 3 de septiembre de ese año:
“Flora: poco que decir, apenas observar que en
unos días más cumpliré un año preso. El tiempo
ha corrido rápido. La prisión se hace menos dura cuando
se piensa que uno no es el centro del problema. Lo que pasó en
Chile afectó a todo un pueblo. Cada uno de nosotros sólo
es una parte insignificante de un drama enorme. Despersonalizar nuestra
situación nos permite comprender mejor lo que empezó a ocurrir
hace un año. Nos hace más conscientes de nuestras responsabilidades
y de lo importante que es mantenerse serenos y firmes. Es nuestra contribución
al valor y la fe de muchos. La situación de ustedes, allá
afuera, es comparativamente mucho peor que la nuestra. A nosotros nos
gustaría alentarlos a ustedes -nuestras mujeres e hijos- haciéndoles
saber que estamos firmes y enteros, confiados en el futuro. Tengo fe en
ti y en los niños, que no se dejarán arrastrar por la desesperación
ni abrumar por la adversidad. Ustedes han soportado bastante y aún
tendrán que soportar mucho más. Pero estos golpes sólo
endurecerán nuestro ánimo y nos darán una experiencia
que a su tiempo madurará fructífera. Creo recordar el sentido
de una frase de Martí: nadie muere en vano; su sacrificio en el
ir y venir del tiempo, se traduce en formas más elevadas del desarrollo
humano, en formas sociales más justas, en un pensamiento más
avanzado que pondrá atajo a la barbarie y a la violencia de la
explotación. Me parece que ésta es la experiencia que deja
lo ocurrido. Lo fundamental no ha sido destruido. Sigue latiendo en el
vientre del pueblo y al llegar su hora nacerá bajo formas nuevas.
Es el curso que sigue la historia. Este retraso artificial va contra el
sentido natural que siguen las fuerzas sociales. Por eso este período
es tan anacrónico y tan brutal. Eso explica que se tenga que actuar
a espaldas de la opinión mundial y esto es lo que hace inevitable
su derrota. Todo lo que significa renovación y justicia ha tenido
que luchar siempre para abrirse paso. ‘El que quiere nacer tiene
que destruir un mundo’, ha escrito un hombre cargado de intuiciones,
Hermann Hesse. No podía esperarse que el alumbramiento de una nueva
sociedad estuviese aquí libre de los dolorosos espasmos del parto
social. Creo que mucha gente, incluso entre aquellos que han sido utilizados
para golpear tan duramente a nuestro pueblo, no comprendían lo
que se jugaba cuando se dejaron arrastrar a esta vorágine de pavor.
Pero la verdad comenzará a hacerse sentir, dejará al descubierto
la realidad, limpiándola de la gruesa capa de falsedad, ignorancia
y primitivismo que la ha recubierto. Debemos tener generosidad para tratar
a los inocentes que fueron azuzados en nuestra contra. Ellos también
son parte del pueblo engañado, insuficientemente informado, históricamente
explotado y manipulado por una minoría.
Me gustaría conversar tantas cosas contigo, mi mujer; pero ahora
es imposible. Más adelante, no lo sé. No sabemos nada de
nuestro destino, sólo tenemos certeza en el futuro de nuestra patria
y de nuestros hermanos. Todo lo que podamos decirles, ellos ya lo saben,
lo sabrán mucho mejor en el futuro. Por eso estas reflexiones -por
llamarlas de alguna manera-, fruto de sensaciones que nos afectan al cumplirse
un año de esta situación, pertenecen a este diálogo
poco íntimo entre tú y yo. Están sujetas a las contingencias
que afectan nuestra correspondencia. Pero no puedo controlar el deseo
de conversarlas contigo, mi bien más preciado, admirable compañera
de las horas duras, tierna mujer de los fugaces momentos del amor. En
lo substancial quiero que estés tranquila, que sigas teniendo esa
fuerza moral demostrada durante estos meses, que cuides de los hijos para
ese futuro luminoso que será de ellos y de los hijos de ellos,
que alientes con tu firmeza a otras mujeres.
Los que más sufren en prisión son los que viven sólo
para sí mismos, que no entienden otro dolor que no sea el propio
y a quienes cualquier solución de su drama personal les parece
bien. Su debilidad se manifiesta en actitudes que nos avergüenzan,
porque rebajan la dignidad y respeto que merecen nuestros ideales.
Te quiero mucho y deseo verte, lo mismo a los hijos”.
MANUEL
(Publicado en "Punto Final" Nº 581, 26 de noviembre, 2004)
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