Edición 581 - Desde el 26 de noviembre al 9 de diciembre de 2004
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Señores dueños de los medios:

Llegó la hora de dar
EXPLICACIONES

AGUSTIN Edwards, dueño de “El Mercurio”.

Una de las principales obsesiones de la prensa derechista en los últimos días -más allá de los elogios a George W. Bush- ha sido tratar de adivinar quiénes serán los principales asesores de Michelle Bachelet en su camino a La Moneda. De una o de otra manera, los editores de los diarios de Agustín Edwards y Alvaro Saieh pretenden encontrar en esos nombres algunas pistas sobre las inclinaciones programáticas de un eventual nuevo gobierno de la Concertación.
Así han desfilado Camilo Escalona, Carlos Ominami, Ricardo Núñez, Jaime Pérez de Arce, Denisse Pascal Allende, Nicolás Eyzaguirre, Jaime Gazmuri, Ricardo Solari, Mario Marcel, Máximo Pacheco, Jorge Schaulsohn, Guido Girardi, Adriana Muñoz, Jaime Estévez, Vivianne Blanlot, Jean Jacques Duhart, Esteban Valenzuela, Pepe Auth, Jorge Insunza hijo, René Jofré, Juan Enrique Forch, Eugenio García y otros.
Los preferidos son Escalona y Ominami, a quienes incluso se les atribuyó haber redactado una especie de hoja de ruta de la campaña, un documento llamado “La batalla del futuro”.

ALVARO Saieh, dueño de “La Tercera”.


La intención editorial parece obvia: vincular a la ex ministra de Defensa con el denominado sector “autoflagelante” del oficialismo y, enseguida, ponerla en oposición a los ámbitos “autocomplacientes”, que rodearían supuestamente a Soledad Alvear.
A este refrito lo condimentan, además, con la sugerente pimienta de que ambas precandidatas podrían ser manipuladas por imaginarios poderes ocultos del oficialismo. En otras palabras, Bachelet y Alvear sólo pondrían su figuración en las encuestas, su carisma y simpatía. De llegar al gobierno, los verdaderos estrategas serían o Escalona, Ominami y compañía; o, en la otra vertiente, Gutenberg Martínez, Jorge Pizarro, Eugenio Tironi o Enrique Correa.
El artilugio es demasiado ramplón. No sólo ofende a las dos ex ministras sino que desprecia las capacidades de los propios lectores de El Mercurio y La Tercera.

RUMORES Y ADVERTENCIAS

Un segundo discurso de la prensa derechista tiene que ver con los riesgos que podría enfrentar el país luego del fallo de la sala penal de la Corte Suprema que, por cinco votos a cero, ratificó que no puede haber amnistía para los delitos de secuestro y desaparición, mientras no aparezcan los cuerpos de las víctimas. La extensa y pormenorizada sentencia echó por tierra todas las teorías esgrimidas para impedir que sean juzgados y condenados los responsables de violaciones a los derechos humanos en tiempos de la dictadura.
El Mercurio se atrevió a advertir en su Semana Política del domingo 21 que “luego del Apec se podrá observar el notorio deterioro del clima y espíritu de entendimiento en el país”.
Ello, supuestamente, por la sentencia de la sala penal de la Corte Suprema -que mandó a la cárcel a la ex jefatura de la Dina- y por el informe sobre la tortura que el presidente Ricardo Lagos debe dar a conocer al país.
Hicieron correr, además, el rumor de una posible renuncia del comandante en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, quien habría quedado en “una difícil posición” al no poder conseguir la impunidad para los ex integrantes de los aparatos represivos de la dictadura.
Pareciera ser que en ciertas oficinas de El Mercurio y de La Segunda aún mantuvieran su domicilio algunos de los escribientes que ocultaron y justificaron los crímenes de los lobos grises de Augusto Pinochet, que día tras día durante más de quince años se hicieron los sordos, los mudos y los ciegos y que buscaron todo tipo de argumentos para encubrir a los torturadores y asesinos.
Desde comienzos de los 80, cuando el general Humberto Gordon reemplazó a Odlanier Mena al frente de la CNI, varios periodistas de El Mercurio compartían habitualmente los salones privados de los jefes de la represión y comentaban en los pasillos del antiguo edificio del diario, en calle Compañía, las operaciones de exterminio que eufemísticamente llamaban “enfrentamientos”.
En esa época, Agustín Edwards, recién llegado a Chile tras casi diez años de permanencia en Estados Unidos, expulsó a empellones a Arturo Fontaine Aldunate de su cargo de director de El Mercurio, por haber osado cuestionar los métodos represivos de la dictadura en un recordado editorial titulado “Preguntas serias”.
Edwards llevó a su diario como editores o integrantes del cuerpo de redacción a varios ex miembros del gabinete de Pinochet. Entre ellos a Sergio de Castro, Enrique Montero Marx, Hernán Felipe Errázuriz, Alvaro Bardón, Andrés Passicot, Jovino Novoa y Francisco José Folch.
También contrató a Joaquín Lavín, como editor del naciente cuerpo de Economía y Negocios; y a Carlos Cruzat, hijo de un socio de Novoa, a quien puso a cargo de la sección Cartas al Director.
Este era el staff que controlaba el diario El Mercurio y determinaba qué podían publicar sus periodistas. Mantenían una comunicación expedita y fluida con La Moneda, desde donde recibían las recomendaciones y sugerencias de contenido.
¿Alguien medianamente serio puede sostener hoy día que todos estos ejecutivos desconocían que la CNI estaba torturando y que los denominados “enfrentamientos” eran asesinatos fríamente planificados?

LA PAZ DE LOS CEMENTERIOS

Obviamente, por esos años ni a Agustín Edwards ni a sus colaboradores se les pasaba por la mente crear una fundación como Paz Ciudadana. Ellos tenían suficientes guardias pretorianos para mantener el orden en las calles, sin importar la sangre ni la metralla que se gastara.
Entre 1980 y 1985 más de 250 personas fueron asesinadas en las ciudades del país por razones políticas, según da cuenta el Informe Rettig. ¿Cuántas de esas muertes fueron aclaradas o informadas verazmente en las páginas de El Mercurio?
A muchos profesionales de la prensa que trabajaron por esos años en ese diario les consta que la enorme mayoría de los periodistas y editores fueron impedidos de contar lo que realmente ocurría en Chile. Edwards y sus asesores más cercanos no estaban dispuestos a romper su alianza con la dictadura, aunque para ello tuvieran que mentir cotidianamente a sus lectores.
Las cosas sólo cambiaron a partir de 1987, cuando se percibió que el retorno a la democracia era inevitable y que la irrupción de los diarios La Epoca y Fortín Mapocho dejaban en evidencia la manipulación de las noticias.
El apoyo al régimen militar sería recompensado en la segunda mitad de los años 80 con ventajosas renegociaciones de las deudas de la empresa El Mercurio, afanada en adquirir diversos periódicos de la zona sur para incrementar su influencia. Fueron varios de sus asiduos colaboradores los que se encargaron -esta vez desde el Banco del Estado- de facilitar créditos y ventajosas condiciones de pago para hacer posible la subsistencia del diario de Agustín Edwards. Todo ello, obviamente, con la bendición de los agradecidos habitantes civiles y uniformados de La Moneda.

LA COFRADIA
DEL SILENCIO

El fundador del gremialismo, el asesinado senador Jaime Guzmán Errázuriz, percibió a fines de los años 70 que la Dina y sus principales responsables estaban poniendo en riesgo las bases del régimen militar. Poco a poco convenció a algunos ministros civiles de Pinochet, como el canciller Hernán Cubillos, el ministro de Educación, Gonzalo Vial, y al propio ministro del Interior, Sergio Fernández, de que era necesario remover a Manuel Contreras y blanquear el trabajo de los aparatos represivos. A cambio, se les ofreció a los responsables de los crímenes una cómoda ley de amnistía, que los transformaba en intocables hasta 1978.
No obstante, Contreras y sus hombres ofrecieron una tenaz resistencia, apoyados desde La Tercera y La Nación por columnistas que habían sido colaboradores de la Dina y que se transformaron en arietes de una feroz guerra sicológica a través de la prensa.
Desde ámbitos aún oscuros de la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine) y con el consentimiento de la comandancia en jefe de la institución, se articularon entonces algunas operaciones de exterminio que conmovieron al país. La más impactante, por lo brutal y absurda, fue el asesinato de Tucapel Jiménez, líder de la Anef, en febrero de 1982.
Paralelamente, una nueva generación de asesinos tomaba el control de los cuarteles de la CNI, encabezados por Alvaro Corbalán Castilla, y empezaba una cruzada para exterminar a los miembros del MIR que se habían atrevido a regresar a Chile para enfrentar a Pinochet con las armas en la mano, en la denominada “Operación Retorno”.
La CNI reclutó como informantes y colaboradores a periodistas de casi todos los medios de comunicación que apoyaban a la dictadura. Hizo lo mismo en las esferas de la televisión y de los espectáculos nocturnos. Alvaro Corbalán se codeaba en Viña del Mar, bajo la cobertura de proteger al Festival de la Canción, con lo más granado de la bohemia veraniega.
Algunos reporteros de TVN fueron reclutados como locutores de los noticieros internos de la CNI, donde aparecían en cámara con brazaletes rojos relatando los “enfrentamientos” y mostrando los botines de guerra.
Todo esto era sabido por los editores de La Tercera, El Mercurio, La Segunda, La Nación y Las Ultimas Noticias. Muchos de sus periodistas concurrían a las fiestas que Corbalán ofrecía en la Casa de Canto, en el barrio Providencia, o eran parroquianos frecuentes de la Casa de Cena, del Pit Bar, del Black Cat y de lugares de los que eran asiduos los agentes de la CNI.
Ningún diario dijo nada. Ningún editor dudó de los informes que entregaban la Dirección Nacional de Comunicación Social (Dinacos), el Ministerio del Interior, la Secretaría General de Gobierno, la propia CNI o los organismos policiales sumados por entonces a la represión.

LLEGA EL TIEMPO
DE ASUMIR

“Están tratando de pasar piola”, dicen hoy los jóvenes al referirse a todos aquellos que tuvieron conocimiento de las violaciones a los derechos humanos y que nada hicieron. Muchos, la mayoría, por temor; otros, por evidente complicidad.
El Colegio de Periodistas de Chile, despojado por ley de la tuición de la ética profesional, ha hecho esfuerzos por investigar la participación de sus miembros en casos de violaciones a los derechos humanos. Hasta ahora, sin embargo, la mayoría de esos esfuerzos han sido infructuosos.
No obstante, pareciera ser que ha llegado el tiempo de asumir, de dar explicaciones por el silencio cómplice, de reconocer las responsabilidades éticas y morales frente a todos los chilenos.
El informe sobre la prisión política y la tortura que dará a conocer el presidente de la República, así como la disposición de algunas instituciones a reconocer sus culpas, probablemente sea -a diferencia de lo que sostiene El Mercurio- el escenario adecuado para iniciar el camino de una reconciliación definitiva. De no ocurrir así, habrá que esperar el juicio de la historia
MANUEL SALAZAR

(Revista “Punto Final” Nº 581, 26 de noviembre, 2004)

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