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Señores dueños
de los medios:
Llegó la hora de dar
EXPLICACIONES
AGUSTIN
Edwards, dueño de “El Mercurio”.
Una de las principales obsesiones de la prensa derechista
en los últimos días -más allá de los elogios
a George W. Bush- ha sido tratar de adivinar quiénes serán
los principales asesores de Michelle Bachelet en su camino a La Moneda.
De una o de otra manera, los editores de los diarios de Agustín
Edwards y Alvaro Saieh pretenden encontrar en esos nombres algunas pistas
sobre las inclinaciones programáticas de un eventual nuevo gobierno
de la Concertación.
Así han desfilado Camilo Escalona, Carlos Ominami, Ricardo Núñez,
Jaime Pérez de Arce, Denisse Pascal Allende, Nicolás Eyzaguirre,
Jaime Gazmuri, Ricardo Solari, Mario Marcel, Máximo Pacheco, Jorge
Schaulsohn, Guido Girardi, Adriana Muñoz, Jaime Estévez,
Vivianne Blanlot, Jean Jacques Duhart, Esteban Valenzuela, Pepe Auth,
Jorge Insunza hijo, René Jofré, Juan Enrique Forch, Eugenio
García y otros.
Los preferidos son Escalona y Ominami, a quienes incluso se les atribuyó
haber redactado una especie de hoja de ruta de la campaña, un documento
llamado “La batalla del futuro”.

ALVARO Saieh, dueño de “La Tercera”.
La intención editorial parece obvia: vincular a la ex ministra
de Defensa con el denominado sector “autoflagelante” del oficialismo
y, enseguida, ponerla en oposición a los ámbitos “autocomplacientes”,
que rodearían supuestamente a Soledad Alvear.
A este refrito lo condimentan, además, con la sugerente pimienta
de que ambas precandidatas podrían ser manipuladas por imaginarios
poderes ocultos del oficialismo. En otras palabras, Bachelet y Alvear
sólo pondrían su figuración en las encuestas, su
carisma y simpatía. De llegar al gobierno, los verdaderos estrategas
serían o Escalona, Ominami y compañía; o, en la otra
vertiente, Gutenberg Martínez, Jorge Pizarro, Eugenio Tironi o
Enrique Correa.
El artilugio es demasiado ramplón. No sólo ofende a las
dos ex ministras sino que desprecia las capacidades de los propios lectores
de El Mercurio y La Tercera.
RUMORES Y ADVERTENCIAS
Un segundo discurso de la prensa derechista tiene que
ver con los riesgos que podría enfrentar el país luego del
fallo de la sala penal de la Corte Suprema que, por cinco votos a cero,
ratificó que no puede haber amnistía para los delitos de
secuestro y desaparición, mientras no aparezcan los cuerpos de
las víctimas. La extensa y pormenorizada sentencia echó
por tierra todas las teorías esgrimidas para impedir que sean juzgados
y condenados los responsables de violaciones a los derechos humanos en
tiempos de la dictadura.
El Mercurio se atrevió a advertir en su Semana Política
del domingo 21 que “luego del Apec se podrá observar el notorio
deterioro del clima y espíritu de entendimiento en el país”.
Ello, supuestamente, por la sentencia de la sala penal de la Corte Suprema
-que mandó a la cárcel a la ex jefatura de la Dina- y por
el informe sobre la tortura que el presidente Ricardo Lagos debe dar a
conocer al país.
Hicieron correr, además, el rumor de una posible renuncia del comandante
en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, quien habría
quedado en “una difícil posición” al no poder
conseguir la impunidad para los ex integrantes de los aparatos represivos
de la dictadura.
Pareciera ser que en ciertas oficinas de El Mercurio y de La Segunda aún
mantuvieran su domicilio algunos de los escribientes que ocultaron y justificaron
los crímenes de los lobos grises de Augusto Pinochet, que día
tras día durante más de quince años se hicieron los
sordos, los mudos y los ciegos y que buscaron todo tipo de argumentos
para encubrir a los torturadores y asesinos.
Desde comienzos de los 80, cuando el general Humberto Gordon reemplazó
a Odlanier Mena al frente de la CNI, varios periodistas de El Mercurio
compartían habitualmente los salones privados de los jefes de la
represión y comentaban en los pasillos del antiguo edificio del
diario, en calle Compañía, las operaciones de exterminio
que eufemísticamente llamaban “enfrentamientos”.
En esa época, Agustín Edwards, recién llegado a Chile
tras casi diez años de permanencia en Estados Unidos, expulsó
a empellones a Arturo Fontaine Aldunate de su cargo de director de El
Mercurio, por haber osado cuestionar los métodos represivos de
la dictadura en un recordado editorial titulado “Preguntas serias”.
Edwards llevó a su diario como editores o integrantes del cuerpo
de redacción a varios ex miembros del gabinete de Pinochet. Entre
ellos a Sergio de Castro, Enrique Montero Marx, Hernán Felipe Errázuriz,
Alvaro Bardón, Andrés Passicot, Jovino Novoa y Francisco
José Folch.
También contrató a Joaquín Lavín, como editor
del naciente cuerpo de Economía y Negocios; y a Carlos Cruzat,
hijo de un socio de Novoa, a quien puso a cargo de la sección Cartas
al Director.
Este era el staff que controlaba el diario El Mercurio y determinaba qué
podían publicar sus periodistas. Mantenían una comunicación
expedita y fluida con La Moneda, desde donde recibían las recomendaciones
y sugerencias de contenido.
¿Alguien medianamente serio puede sostener hoy día que todos
estos ejecutivos desconocían que la CNI estaba torturando y que
los denominados “enfrentamientos” eran asesinatos fríamente
planificados?
LA PAZ DE LOS CEMENTERIOS
Obviamente, por esos años ni a Agustín
Edwards ni a sus colaboradores se les pasaba por la mente crear una fundación
como Paz Ciudadana. Ellos tenían suficientes guardias pretorianos
para mantener el orden en las calles, sin importar la sangre ni la metralla
que se gastara.
Entre 1980 y 1985 más de 250 personas fueron asesinadas en las
ciudades del país por razones políticas, según da
cuenta el Informe Rettig. ¿Cuántas de esas muertes fueron
aclaradas o informadas verazmente en las páginas de El Mercurio?
A muchos profesionales de la prensa que trabajaron por esos años
en ese diario les consta que la enorme mayoría de los periodistas
y editores fueron impedidos de contar lo que realmente ocurría
en Chile. Edwards y sus asesores más cercanos no estaban dispuestos
a romper su alianza con la dictadura, aunque para ello tuvieran que mentir
cotidianamente a sus lectores.
Las cosas sólo cambiaron a partir de 1987, cuando se percibió
que el retorno a la democracia era inevitable y que la irrupción
de los diarios La Epoca y Fortín Mapocho dejaban en evidencia la
manipulación de las noticias.
El apoyo al régimen militar sería recompensado en la segunda
mitad de los años 80 con ventajosas renegociaciones de las deudas
de la empresa El Mercurio, afanada en adquirir diversos periódicos
de la zona sur para incrementar su influencia. Fueron varios de sus asiduos
colaboradores los que se encargaron -esta vez desde el Banco del Estado-
de facilitar créditos y ventajosas condiciones de pago para hacer
posible la subsistencia del diario de Agustín Edwards. Todo ello,
obviamente, con la bendición de los agradecidos habitantes civiles
y uniformados de La Moneda.
LA COFRADIA
DEL SILENCIO
El fundador del gremialismo, el asesinado senador Jaime
Guzmán Errázuriz, percibió a fines de los años
70 que la Dina y sus principales responsables estaban poniendo en riesgo
las bases del régimen militar. Poco a poco convenció a algunos
ministros civiles de Pinochet, como el canciller Hernán Cubillos,
el ministro de Educación, Gonzalo Vial, y al propio ministro del
Interior, Sergio Fernández, de que era necesario remover a Manuel
Contreras y blanquear el trabajo de los aparatos represivos. A cambio,
se les ofreció a los responsables de los crímenes una cómoda
ley de amnistía, que los transformaba en intocables hasta 1978.
No obstante, Contreras y sus hombres ofrecieron una tenaz resistencia,
apoyados desde La Tercera y La Nación por columnistas que habían
sido colaboradores de la Dina y que se transformaron en arietes de una
feroz guerra sicológica a través de la prensa.
Desde ámbitos aún oscuros de la Dirección de Inteligencia
del Ejército (Dine) y con el consentimiento de la comandancia en
jefe de la institución, se articularon entonces algunas operaciones
de exterminio que conmovieron al país. La más impactante,
por lo brutal y absurda, fue el asesinato de Tucapel Jiménez, líder
de la Anef, en febrero de 1982.
Paralelamente, una nueva generación de asesinos tomaba el control
de los cuarteles de la CNI, encabezados por Alvaro Corbalán Castilla,
y empezaba una cruzada para exterminar a los miembros del MIR que se habían
atrevido a regresar a Chile para enfrentar a Pinochet con las armas en
la mano, en la denominada “Operación Retorno”.
La CNI reclutó como informantes y colaboradores a periodistas de
casi todos los medios de comunicación que apoyaban a la dictadura.
Hizo lo mismo en las esferas de la televisión y de los espectáculos
nocturnos. Alvaro Corbalán se codeaba en Viña del Mar, bajo
la cobertura de proteger al Festival de la Canción, con lo más
granado de la bohemia veraniega.
Algunos reporteros de TVN fueron reclutados como locutores de los noticieros
internos de la CNI, donde aparecían en cámara con brazaletes
rojos relatando los “enfrentamientos” y mostrando los botines
de guerra.
Todo esto era sabido por los editores de La Tercera, El Mercurio, La Segunda,
La Nación y Las Ultimas Noticias. Muchos de sus periodistas concurrían
a las fiestas que Corbalán ofrecía en la Casa de Canto,
en el barrio Providencia, o eran parroquianos frecuentes de la Casa de
Cena, del Pit Bar, del Black Cat y de lugares de los que eran asiduos
los agentes de la CNI.
Ningún diario dijo nada. Ningún editor dudó de los
informes que entregaban la Dirección Nacional de Comunicación
Social (Dinacos), el Ministerio del Interior, la Secretaría General
de Gobierno, la propia CNI o los organismos policiales sumados por entonces
a la represión.
LLEGA EL TIEMPO
DE ASUMIR
“Están tratando de pasar piola”, dicen
hoy los jóvenes al referirse a todos aquellos que tuvieron conocimiento
de las violaciones a los derechos humanos y que nada hicieron. Muchos,
la mayoría, por temor; otros, por evidente complicidad.
El Colegio de Periodistas de Chile, despojado por ley de la tuición
de la ética profesional, ha hecho esfuerzos por investigar la participación
de sus miembros en casos de violaciones a los derechos humanos. Hasta
ahora, sin embargo, la mayoría de esos esfuerzos han sido infructuosos.
No obstante, pareciera ser que ha llegado el tiempo de asumir, de dar
explicaciones por el silencio cómplice, de reconocer las responsabilidades
éticas y morales frente a todos los chilenos.
El informe sobre la prisión política y la tortura que dará
a conocer el presidente de la República, así como la disposición
de algunas instituciones a reconocer sus culpas, probablemente sea -a
diferencia de lo que sostiene El Mercurio- el escenario adecuado para
iniciar el camino de una reconciliación definitiva. De no ocurrir
así, habrá que esperar el juicio de la historia
MANUEL SALAZAR
(Revista “Punto Final” Nº 581, 26 de noviembre, 2004)
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