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La voz de la justicia
Hay opinión generalizada acerca de la importancia de la sentencia
de la Corte Suprema en el proceso por la detención y desaparecimiento
de Miguel Angel Sandoval, militante del MIR (ver págs. 12 y 13).
La sala penal del máximo tribunal condenó a penas de presidio
al general Manuel Contreras, máximo jefe de la Dina, a tres oficiales
(Miguel Krassnoff, Marcelo Moren y Fernando Laureani) y al agente Gerardo
Godoy.
Las razones de la importancia del fallo van más allá del
hecho de la no aplicación del decreto-ley de amnistía de
1978, promulgado por la dictadura para exculpar a sus propios agentes.
Aplica correctamente la doctrina nacional e internacional que establece
que el secuestro constituye un delito permanente, que se sigue cometiendo
mientras no aparezca el secuestrado o su cadáver. La sentencia
desestimó también una eventual aplicación de la prescripción,
porque no habiendo constancia de que el delito de secuestro hubiese terminado
ni se hubiera comprobado la muerte de Sandoval, no habría fecha
cierta desde la cual pudiera contarse el plazo. Finalmente, la sentencia
reconoce la validez de los Convenios de Ginebra -aplicables a prisioneros
de guerra-, la Convención sobre Desaparición Forzada de
Personas y la normativa internacional de derechos humanos, a la que asigna
valor predominante sobre la legislación interna.
Juan Bustos, profesor de derecho penal y diputado socialista, destacó
el significado de la sentencia y comentó que el delito de secuestro
permanente sólo puede cambiar en caso de que se encuentre el cuerpo
de la víctima, con lo cual se establece otro delito, el de secuestro
seguido de muerte. Y agregó que según los Convenios de Ginebra
y la normativa sobre desaparición forzada de personas, son inamnistiables
e imprescriptibles los delitos cometidos en virtud del estado de guerra
interna que decretó la dictadura.
La sentencia cayó como bomba entre los que esperaban que la Corte
Suprema aplicara la amnistía, paso decisivo hacia la impunidad
que aguardan los oficiales en retiro y algunos militares en actividad.
Sobre todo afectó a la derecha política y empresarial, ya
muy complicada con la proximidad del conocimiento del informe sobre la
tortura, que constituirá una virtual acta de acusación contra
los civiles que colaboraron con la dictadura sin que pudieran ignorar
los métodos sistemáticos de represión ni la práctica
institucionalizada de la tortura, que imperaron entonces.
También el fallo golpeó duramente al comandante en jefe
del ejército, general Juan Emilio Cheyre, que hasta el momento
no ha conseguido apoyo institucional de las otras ramas de las FF.AA.
para asumir responsabilidades en materia de violaciones a los derechos
humanos durante la dictadura, como lo ha hecho el ejército. Cheyre,
parece, esperaba una aplicación de la amnistía y, en todo
caso, percibe que la decisión de la Corte Suprema amenaza llevar
a la cárcel a decenas de ex uniformados, en su mayoría del
ejército, aun cuando su discurso público hasta ahora ha
sido confiar en los tribunales y entregar a ellos la responsabilidad de
hacer justicia.
El general Cheyre pidió audiencia inmediata con el presidente de
la República y tuvo ocasión de conversar con el primer mandatario
durante una actividad social del Apec. El gesto de Cheyre evidencia preocupación
y también la autonomía militar, que lo lleva a saltar conductos
regulares -en este caso al ministro de Defensa, Jaime Ravinet-. Entretanto,
éste desmintió rumores de renuncia de Cheyre y respaldó
el fallo de la Corte Suprema pero, sugestivamente, agregó que siempre
existía la posibilidad de indulto ante situaciones de genuino arrepentimiento.
La sentencia de la sala penal de la Corte Suprema no constituye, como
se sabe, precedente obligatorio. En Chile los tribunales pueden aplicar
criterios diferentes en la interpretación de la ley, y la misma
Corte Suprema no queda obligada por el fallo de su sala especializada.
La sentencia tiene algunos aspectos ambiguos que pueden prestarse para
interpretaciones disímiles. Sin embargo, y dado el avance de numerosos
procesos, el fallo anticipa una penalización efectiva para responsables
de atrocidades: una justicia que no puede ser indiscriminada, porque los
jueces deben considerar atenuantes y agravantes, tipo de obediencia, presiones
que sufrieron los hechores y otros elementos para determinar con exactitud
la responsabilidad criminal y la consecuente pena.
¿Por qué, entonces, tanta preocupación de los altos
mandos y la derecha por una situación que debería ser vista
como normal y semejante a la que, eventualmente, se someten todos los
chilenos? Simplemente, porque son muchos los militares -y los civiles
que gobernaron con ellos-, que estiman que no pueden ser penalizados por
sus actuaciones, y están convencidos que las atrocidades fueron
actuaciones legítimas contra un enemigo que debía ser destruido
sin aceptar restricciones morales ni legales. Para los asesinos y verdugos
directos, y también para sus jefes, los prisioneros eran enemigos
que merecían sufrimientos atroces y también la muerte.
Hace poco, un general en retiro, Sergio Espinoza Davies, que debió
salir de las filas por estar implicado en fusilamientos ilegales, rechazaba
las críticas y advertía que su paciencia estaba siendo sobrepasada
al comprobar las “flagelaciones sicológicas” de que
eran objeto sus compañeros de armas. Sus palabras no constituyen,
seguramente, una muestra de desvergüenza, sino la expresión
de la mentalidad brutal de quienes siempre se sintieron por encima de
la ley.
En este contexto, se produce una revitalización de la lucha por
la verdad y la justicia y contra la impunidad. Hay una masiva toma de
conciencia acerca de la magnitud de las atrocidades cometidas y un creciente
reclamo de justicia y reparación.
Aunque todavía falta mucho, son innegables los avances alcanzados
en materia de derechos humanos, de verdad y también de justicia.
Sin embargo, ellos no han sido producto de la benevolencia de los poderes
del Estado sino el resultado de una lucha intransigente e incansable de
los familiares de los asesinados y de los detenidos desaparecidos, de
los sobrevivientes y de las víctimas de la tortura, de los que
estuvieron prisioneros y también de los que debieron salir al exilio.
Junto a ellos, han actuado abogados, organizaciones no gubernamentales,
sectores de la Iglesia, partidos y movimientos políticos alternativos
y también grandes sectores de partidarios de la Concertación.
Sin olvidar el papel cumplido por la opinión pública internacional,
que mantiene permanente vigilancia acerca de lo que ocurre en Chile y
también las actuaciones descollantes de algunos magistrados, entre
ellos el juez Baltasar Garzón, cuyas actuaciones en España
e Inglaterra fueron un verdadero detonante de acciones contra Pinochet
en Chile, que desembocaron en su desafuero y procesamiento solamente año
y medio después de haber asumido como senador vitalicio.
En este contexto, la mejor garantía de que no triunfe la impunidad,
ya sea directamente o a través de un acuerdo político o
por maniobras que conduzcan bajo otra apariencia al mismo resultado, es
la mantención y el aumento de la movilización de las organizaciones
populares y de la opinión pública. Esa fuerza debe emanar
del conjunto de la sociedad, con un contenido profundamente ético
y de justicia real, la misma que ha impedido hasta ahora el triunfo de
la impunidad que los sucesivos gobiernos de la Concertación han
tratado de hacer aprobar de una u otra manera, y que ahora mismo parece
estar subyacente tras las extrañas maniobras de la presidenta del
Consejo de Defensa del Estado, Clara Szczaranski -funcionaria de la confianza
del presidente de la República- tendientes a acelerar los procesos
para aplicar a continuación el decreto-ley de amnistía.
La voluntad popular y su organización tienen la fuerza suficiente
para cerrar el paso a estas maquinaciones -apoyadas por la derecha y los
altos mandos de las FF.AA.- basadas, según se dice, en un sentido
de justicia y “realismo político”, en el entendido
que solamente la justicia y el “debido proceso” serán
instrumentos determinantes para cerrar una herida todavía abierta
PF
(Editorial revista “Punto Final” Nº 581, 26 de noviembre,
2004)
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