Edición 581 - Desde el 26 de noviembre al 9 de diciembre de 2004
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La voz de la justicia


Hay opinión generalizada acerca de la importancia de la sentencia de la Corte Suprema en el proceso por la detención y desaparecimiento de Miguel Angel Sandoval, militante del MIR (ver págs. 12 y 13). La sala penal del máximo tribunal condenó a penas de presidio al general Manuel Contreras, máximo jefe de la Dina, a tres oficiales (Miguel Krassnoff, Marcelo Moren y Fernando Laureani) y al agente Gerardo Godoy.
Las razones de la importancia del fallo van más allá del hecho de la no aplicación del decreto-ley de amnistía de 1978, promulgado por la dictadura para exculpar a sus propios agentes. Aplica correctamente la doctrina nacional e internacional que establece que el secuestro constituye un delito permanente, que se sigue cometiendo mientras no aparezca el secuestrado o su cadáver. La sentencia desestimó también una eventual aplicación de la prescripción, porque no habiendo constancia de que el delito de secuestro hubiese terminado ni se hubiera comprobado la muerte de Sandoval, no habría fecha cierta desde la cual pudiera contarse el plazo. Finalmente, la sentencia reconoce la validez de los Convenios de Ginebra -aplicables a prisioneros de guerra-, la Convención sobre Desaparición Forzada de Personas y la normativa internacional de derechos humanos, a la que asigna valor predominante sobre la legislación interna.
Juan Bustos, profesor de derecho penal y diputado socialista, destacó el significado de la sentencia y comentó que el delito de secuestro permanente sólo puede cambiar en caso de que se encuentre el cuerpo de la víctima, con lo cual se establece otro delito, el de secuestro seguido de muerte. Y agregó que según los Convenios de Ginebra y la normativa sobre desaparición forzada de personas, son inamnistiables e imprescriptibles los delitos cometidos en virtud del estado de guerra interna que decretó la dictadura.
La sentencia cayó como bomba entre los que esperaban que la Corte Suprema aplicara la amnistía, paso decisivo hacia la impunidad que aguardan los oficiales en retiro y algunos militares en actividad. Sobre todo afectó a la derecha política y empresarial, ya muy complicada con la proximidad del conocimiento del informe sobre la tortura, que constituirá una virtual acta de acusación contra los civiles que colaboraron con la dictadura sin que pudieran ignorar los métodos sistemáticos de represión ni la práctica institucionalizada de la tortura, que imperaron entonces.
También el fallo golpeó duramente al comandante en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, que hasta el momento no ha conseguido apoyo institucional de las otras ramas de las FF.AA. para asumir responsabilidades en materia de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, como lo ha hecho el ejército. Cheyre, parece, esperaba una aplicación de la amnistía y, en todo caso, percibe que la decisión de la Corte Suprema amenaza llevar a la cárcel a decenas de ex uniformados, en su mayoría del ejército, aun cuando su discurso público hasta ahora ha sido confiar en los tribunales y entregar a ellos la responsabilidad de hacer justicia.
El general Cheyre pidió audiencia inmediata con el presidente de la República y tuvo ocasión de conversar con el primer mandatario durante una actividad social del Apec. El gesto de Cheyre evidencia preocupación y también la autonomía militar, que lo lleva a saltar conductos regulares -en este caso al ministro de Defensa, Jaime Ravinet-. Entretanto, éste desmintió rumores de renuncia de Cheyre y respaldó el fallo de la Corte Suprema pero, sugestivamente, agregó que siempre existía la posibilidad de indulto ante situaciones de genuino arrepentimiento.
La sentencia de la sala penal de la Corte Suprema no constituye, como se sabe, precedente obligatorio. En Chile los tribunales pueden aplicar criterios diferentes en la interpretación de la ley, y la misma Corte Suprema no queda obligada por el fallo de su sala especializada. La sentencia tiene algunos aspectos ambiguos que pueden prestarse para interpretaciones disímiles. Sin embargo, y dado el avance de numerosos procesos, el fallo anticipa una penalización efectiva para responsables de atrocidades: una justicia que no puede ser indiscriminada, porque los jueces deben considerar atenuantes y agravantes, tipo de obediencia, presiones que sufrieron los hechores y otros elementos para determinar con exactitud la responsabilidad criminal y la consecuente pena.
¿Por qué, entonces, tanta preocupación de los altos mandos y la derecha por una situación que debería ser vista como normal y semejante a la que, eventualmente, se someten todos los chilenos? Simplemente, porque son muchos los militares -y los civiles que gobernaron con ellos-, que estiman que no pueden ser penalizados por sus actuaciones, y están convencidos que las atrocidades fueron actuaciones legítimas contra un enemigo que debía ser destruido sin aceptar restricciones morales ni legales. Para los asesinos y verdugos directos, y también para sus jefes, los prisioneros eran enemigos que merecían sufrimientos atroces y también la muerte.
Hace poco, un general en retiro, Sergio Espinoza Davies, que debió salir de las filas por estar implicado en fusilamientos ilegales, rechazaba las críticas y advertía que su paciencia estaba siendo sobrepasada al comprobar las “flagelaciones sicológicas” de que eran objeto sus compañeros de armas. Sus palabras no constituyen, seguramente, una muestra de desvergüenza, sino la expresión de la mentalidad brutal de quienes siempre se sintieron por encima de la ley.
En este contexto, se produce una revitalización de la lucha por la verdad y la justicia y contra la impunidad. Hay una masiva toma de conciencia acerca de la magnitud de las atrocidades cometidas y un creciente reclamo de justicia y reparación.
Aunque todavía falta mucho, son innegables los avances alcanzados en materia de derechos humanos, de verdad y también de justicia. Sin embargo, ellos no han sido producto de la benevolencia de los poderes del Estado sino el resultado de una lucha intransigente e incansable de los familiares de los asesinados y de los detenidos desaparecidos, de los sobrevivientes y de las víctimas de la tortura, de los que estuvieron prisioneros y también de los que debieron salir al exilio. Junto a ellos, han actuado abogados, organizaciones no gubernamentales, sectores de la Iglesia, partidos y movimientos políticos alternativos y también grandes sectores de partidarios de la Concertación. Sin olvidar el papel cumplido por la opinión pública internacional, que mantiene permanente vigilancia acerca de lo que ocurre en Chile y también las actuaciones descollantes de algunos magistrados, entre ellos el juez Baltasar Garzón, cuyas actuaciones en España e Inglaterra fueron un verdadero detonante de acciones contra Pinochet en Chile, que desembocaron en su desafuero y procesamiento solamente año y medio después de haber asumido como senador vitalicio.
En este contexto, la mejor garantía de que no triunfe la impunidad, ya sea directamente o a través de un acuerdo político o por maniobras que conduzcan bajo otra apariencia al mismo resultado, es la mantención y el aumento de la movilización de las organizaciones populares y de la opinión pública. Esa fuerza debe emanar del conjunto de la sociedad, con un contenido profundamente ético y de justicia real, la misma que ha impedido hasta ahora el triunfo de la impunidad que los sucesivos gobiernos de la Concertación han tratado de hacer aprobar de una u otra manera, y que ahora mismo parece estar subyacente tras las extrañas maniobras de la presidenta del Consejo de Defensa del Estado, Clara Szczaranski -funcionaria de la confianza del presidente de la República- tendientes a acelerar los procesos para aplicar a continuación el decreto-ley de amnistía.
La voluntad popular y su organización tienen la fuerza suficiente para cerrar el paso a estas maquinaciones -apoyadas por la derecha y los altos mandos de las FF.AA.- basadas, según se dice, en un sentido de justicia y “realismo político”, en el entendido que solamente la justicia y el “debido proceso” serán instrumentos determinantes para cerrar una herida todavía abierta
PF


(Editorial revista “Punto Final” Nº 581, 26 de noviembre, 2004)

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