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Roger Garaudy y su nuevo libro
Jesús, Mahoma y Marx,
trinidad filosófica
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Este texto es parte del prólogo de El terror occidental,
nuevo libro del filósofo francés Roger Garaudy,
aún no editado en español. La traducción
es del profesor
Francisco J. Peña Torres.
Las ediciones en árabe y francés -de la
editorial Dar El Dumma de Argel- aparecieron hace poco.
Una versión en inglés se lanzará
en Toronto, Canadá. El libro, de unas 500 páginas,
tiene nueve capítulos y un prefacio en que Garaudy
entrega su visión sobre los atentados terroristas
del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington.
Sostiene que han servido a Bush y al lobby militar, industrial
y petrolero norteamericano para iniciar una “cruzada
contra el terrorismo” destinada a superar las dificultades
que afronta la economía de Estados Unidos.
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Mi vida está hecha de rupturas. No lamento ninguna de
ellas. Porque ninguna fue la negación de la precedente,
sino la superación de un límite.
Mi familia me educó con un ateísmo que me liberó
de las concepciones antropomórficas de Dios y me preservó
de toda religión tribal, aquellas que pretenden tener el
monopolio de lo absoluto y nos imponen mitos, ritos y dogmas,
como si tuvieran un valor universal, como si fuesen propiedad
de un pueblo elegido.
Su frontera era la razón hermética, es decir, inconsciente
de sus postulados y de sus límites.
Cuando tomé conciencia que estos límites eran la
cultura y la filosofía que me habían enseñado
en la escuela, tuve la necesidad de escapar de esa prisión
cientista. Gracias a Kierkegaard, a quien descubrí gracias
a algunas amistades protestantes, me di cuenta que existían
más allá de nuestra pequeña lógica
y moral, sacrificios parecidos a los de Abraham, aparentemente
dementes, puesto que rompían con todas las normas de la
tribu.
Pude entonces franquear otra brecha, tal vez la más grande
abierta en la historia de los hombres y de los dioses: Jesús.
Con El, la ruptura, la superación y la trascendencia no
estaban contaminadas por nuestra mezquina visión espacial
de la exterioridad.
• • •
Con Jesús en el corazón devine marxista, considerando
que Marx había elaborado para un siglo determinado, leyes
de desarrollo que permitirían al hombre alcanzar no un
“fin de la historia”, sino salir de la prehistoria,
en la cual la riqueza y el poderío de algunos están
basados en la miseria y la dependencia de muchos.
Nunca he lamentado haber tomado esa opción, porque continúo
pensando que sin el método de análisis empleado
por Marx en su época, no es posible comprender hoy en día
la división del mundo entre el colonialismo unificado existente
desde la última guerra -coalición formada por los
antiguos y nuevos colonialistas- y la creciente fractura entre
los que tienen y los que no tienen.
Una vez más escogí mi campo contra la ideología
dominante de los dominantes. Escogí el Islam, la ideología
dominante de los dominados, no para compartir las nostalgias del
pasado o la imitación de Occidente, sino como una manera
de tomar partido y seguir el ejemplo de la Teología de
la Liberación. Esta nació en América Latina,
en Africa, en Asia, allí donde los seres humanos mueren
de miseria al ritmo de un Hiroshima cada dos días, debido
al “modelo de crecimiento” occidental que sigue agravando
su “subdesarrollo”, corolario de la dependencia.
La unidad del mundo y no la unidad imperial de una hipócrita
mundialización, sino la unidad sinfónica de todos
los pueblos, de todas las comunidades, es el único templo
digno de ser llamado templo de Dios. Nuestra primera tarea de
hombres de fe es la de ser sus constructores.
El fracaso provisorio de la gran esperanza de los excluidos -el
socialismo- vino de aquellos que traicionando el pensamiento de
Marx, no comprendieron que una verdadera revolución tiene
más necesidad de trascendencia que de determinismo. Ese
determinismo que los devotos llaman “Providencia”
es llamado “mano invisible” por los amos del “pensamiento
único” con Adam Smith a la cabeza; “progreso”
por los ordinántropos o “materialismo dialéctico”
por aquellos que han empobrecido el marxismo de Marx.
Tal ha sido la historia de mis rupturas que la secta del “pensamiento
único” llama la historia de mis variaciones.
Sólo la muerte interrumpirá su desarrollo.
Y la acogeré con el mismo fervor porque el hombre no vive
para morir. El hombre muere para vivir, iluminando su muerte con
la alegre certeza que otros tomarán el relevo y la antorcha.
• • •
En Marx, al que leía en ese entonces con una pasión
únicamente intelectual, no encontré una nueva “concepción
del mundo” ni una nueva concepción religiosa, ni
metafísica ni positivista. En Marx encontré una
exigencia, la de no pretender resolver solo y únicamente
con ideas los problemas nacidos del desorden mundial, y entonces
me uní a la fuerza que resistía al caos, militando
en ella, corriendo el riesgo de compartir el maniqueísmo,
con sus errores, sus excesos y tal vez sus crímenes, en
un mundo donde el crimen era universal.
Así fue como me convertí en militante durante cuarenta
años de un partido que reivindicaba como propio el método
de Marx y que la situación histórica verificaba
plenamente. Combatí desde München hasta la Resistencia,
contra los amos del mundo que habían sojuzgado a Europa.
Consideré que era el partido menos malo de todos, porque
bueno no había ninguno.
Vivir en una sola vida a Marx y a Kierkegaard era sin duda un
problema de la época, ya que alguna vez le escuché
decir al propio Sartre que esa era su ambición. Es cierto
que habíamos sacado conclusiones diametralmente opuestas.
Sartre, partiendo del dramático cara a cara entre la subjetividad
y la trascendencia, trató intelectualmente de adherir a
un marxismo teorizado por él mismo, en el que veía
“la filosofía insuperable de nuestro tiempo”.
Tomó en general una posición humana ante grandes
situaciones inhumanas de nuestro tiempo. En favor de la resistencia
y contra la guerra de Argelia, pero sin que esta posición
puramente intelectual, lo llevara a compromisos más allá
que aquellos contraídos con grupúsculos en los cuales
proyectaba sus fantasmas de política teórica.
Mi camino fue rigurosamente opuesto. Lo que me pareció
primordial fue la encarnación. Con la cabeza no se transforma
el mundo y tenemos que mancharnos las manos en los inevitables
combates que lo desgarran. Uno no puede “sentarse en el
techo”, no puede contentarse con “proclamar el bien”,
sino que debe tomar partido por el mal menor, en general, igual
que en la época de Jesús, al lado de “los
que no tienen”, de los pobres.
Al menos debemos empecinarnos en abrir en los combatientes una
brecha de cierta trascendencia, como lo han intentado las experiencias
militantes más profundamente humanas y divinas de nuestro
tiempo, las de los “curas obreros” y aquella emprendida
por los “teólogos de la liberación”,
que tratan de reconciliar la historia con la trascendencia.
No sé si mi apuesta inicial la gané, pero no lamento
haberla mantenido durante cuarenta años en un partido en
el cual llegué a ser uno de sus dirigentes. Yo no renuncié.
Fui expulsado en 1970 por haber afirmado que la Unión Soviética
no podía ser considerada como un país socialista.
El balance de esos cuarenta años de fidelidad no me parece
negativo.
En primer lugar por el recuerdo siempre presente en el plano teórico
-y siguiendo el sentido del pensamiento de Marx- que no se podía
definir el marxismo como una suerte de determinismo económico.
Por el contrario, es el capitalismo y su consiguiente alienación
del hombre, el que ha hecho de la economía el motor de
la historia, abandonando al mercado la regulación de todas
las relaciones sociales. El determinismo (no el determinismo sectorial
de las ciencias, sino la extrapolación de un determinismo
total, totalitario) no puede fundar más que una política
conservadora, puesto que si el porvenir está contenido
en el presente y puede deducirse de él, ninguna irrupción
de algo nuevo, ninguna ruptura, ninguna revolución es posible.
Contra viento y marea nunca dejé de proclamar que la revolución
tiene más necesidad de trascendencia que de determinismo.
Fue al interior del partido una lucha permanente contra toda interpretación
“positivista” de la noción de “socialismo
científico”. El socialismo puede ser “científico”
en sus medios, en el análisis de la economía capitalista
(ya que no hay otra “ciencia económica” que
la del hombre alienado por el sistema), en la estrategia correspondiente
a este análisis, pero a condición de no hacer nunca
abstracción como lo señalaba Marx, de la posibilidad
permanente de romper con la alienación, por más
profunda que ésta sea.
• • •
Si Dios creó el mundo de una vez por todas (sea en seis
días o en un solo bang), es sacrílego pretender
modificar este orden eterno. Pablo de Tarso agregó al cristianismo
esta visión lineal de la historia proveniente de los hebreos:
“Dios produce en vosotros el querer y el hacer; vosotros
no hacéis nada”, (Filipenses, II, 13). Pablo fue
así el fundador de la teología de la dominación.
Marcó con su impronta la historia de la Iglesia hasta la
actual “teología de la liberación”,
que al contrario, se esfuerza por encontrar el mensaje liberador
y contestatario de Jesús, en su “alzamiento”
entre los pobres, a quienes aportó prioritariamente la
“buena nueva” de su humanidad plena, luchando contra
la sumisión y las prohibiciones impuestas por los grandes
sacerdotes de todas las religiones en todos los tiempos.
El Islam también tiene su San Pablo en la persona de Hanbal
y sus despóticos herederos espirituales o integristas.
El Islam también necesita una teología de la liberación.
Esta decadencia dogmática e inquisitorial de las religiones
debido a su alianza con el poder y la justificación ideológica
que aportan a esta dominación, no debe hacernos olvidar
su primer despertar ni su proclamación de la finalidad
última, a condición que ellas no se excluyan mutuamente,
sino que reencuentren la vida en su fecundación recíproca
y humilde. Porque la exclusión de esta dimensión
trascendente de la vida, que es el alma de toda fe, ha provocado
un caos todavía peor que las cruzadas y la Inquisición.
Una contrarreligión que no osa decir su nombre -el monoteísmo
del mercado- ha conducido a la partición del mundo entre
el Norte y el Sur, estableciendo una jungla donde se enfrenta
la voluntad de crecimiento con la voluntad de poder de los individuos
y de los estados.
Para medir el grado de barbarie del sistema, recordemos que en
1994, luego de cinco siglos de colonialismo, el 80% de los recursos
naturales del planeta están controlados y son consumidos
por un 20% de privilegiados de la población mundial, mientras
el hambre y la desnutrición causan en los países
no occidentales treinta mil muertos por día. Es decir,
el modelo de crecimiento occidental le cuesta al mundo el equivalente
de un Hiroshima cada dos días. No podríamos encontrar
otra prueba más irrefutable que ésta, al mostrar
que los hombres no están guiados por la búsqueda
de la trascendencia, sino por el deseo de saciar sus apetitos
individuales. Esta irrisoria y falsa libertad desemboca en el
aplastamiento de los débiles por los poderosos y la guerra
de todos contra todos. No hay prueba más irrecusable de
la superioridad de Marx sobre Adam Smith. Según este último,
si cada cual persigue solamente su interés individual,
el interés general quedará satisfecho. Una “mano
invisible”, escribía, realizaría dicha armonía.
Marx reconocía que el capitalismo creaba grandes riquezas
-y en El Capital no calla su admiración por este dinamismo-,
pero, dice, creará todavía más miseria y
desigualdad con una polarización creciente de la riqueza
en manos de una minoría y la alienación e indigencia
de la mayoría. El mundo, dividido hoy entre el Norte y
el Sur, es una verificación manifiesta de sus previsiones.
Lo que hemos tratado de hacer vivir bajo el nombre de diálogo
de culturas entre marxistas y cristianos, luego, diálogo
entre las civilizaciones de Oriente y Occidente, debe ser la obra
de todos en un plano de receptividad mutua, teniendo la certeza
fundadora de todo diálogo: cada uno de los dialogantes
tiene algo que aprender del otro y debe estar dispuesto en consecuencia
a cuestionar sus propias verdades, para poder avanzar hacia una
verdad siempre más lejana e inaccesible que un horizonte
determinado, pero siempre más global, quiero decir, una
verdad más universal y plena de amor.
Sólo entonces, cada uno -al recibir gracias a su participación
en la comunidad los medios económicos, políticos
y culturales de su pleno desarrollo-, sentirá nacer en
él, superando al hombre prehistórico y alienado
que aún somos, “la auténtica comunidad de
los seres vivientes”.
El paso del hombre a una historia verdaderamente humana comienza
con la regla de oro, que de Lao Tse a Heráclito, es el
alma de todas las sabidurías y de la fe: Ser Uno con el
Todo.
La sabiduría de Jesús como la de los Upanisads,
de Lao Tse y Cankara, de los profetas de Israel y de los sufíes
del islam, de San Francisco de Asís, Gandhi, Martin Luther
King y de la Teología de la Liberación nacida en
las comunidades de base: “el poema comenzado del Universo”.
• • •
Donde sea que se hayan inspirado aquellos que durante casi un
siglo fueron mis guías y modelos, mantuvieron alumbrada
la misma llama. El obispo brasileño Helder Camara que me
escribió cuando yo era dirigente comunista: “Tenemos
sed de lo mismo”. El padre Chenu que escribió: “Más
trabajo, más creador es Dios”. Y entre mis camaradas,
Maurice Thorez, quien me mostró en el martirio del teólogo
Tomás Münzer, las raíces cristianas del socialismo
moderno; hasta Louis Aragon, cuyo poema La rosa y la reseda aún
resuena en mi corazón.
Estábamos al borde del mismo abismo, al borde de la misma
nada silenciosa poblada de una infinidad de posibles. Sentíamos
el vacío que nos rodeaba y el inextinguible deseo de explorar
la selva virgen.
No sé cómo hubiera podido vivir sin ellos, sin esas
voces y llamados que venían de diversos horizontes. Sin
ellos, no sé cómo podría haber vivido lo
que se llama vida. Desde el nacimiento de mi fe hasta sus últimos
e inaccesibles resplandores, me siento encandilado, iluminado
en mi noche por mil ensayos contradictorios y fraternales.
• • •
Mahoma puso en el centro de su mensaje la opción preferencial
por los pobres: “Cuando quiero destruir una ciudad -dijo
en nombre de Dios- le doy el poder a los ricos” (Corán,
XVII, 16). Todos los preceptos económicos del Corán
tienden a crear una sociedad igualitaria. El zakat es un impuesto
a la fortuna y no sólo sobre los ingresos, de manera que
nadie puede vivir gracias a la riqueza de sus antepasados. El
riba, es la prohibición de poseer toda propiedad que no
esté fundada en el trabajo, con el fin de impedir que la
riqueza se acumule en un solo sector de la sociedad y la miseria
en el otro.
Yo me convertí en musulmán sin renegar de Jesús
ni de Marx. Por el contrario, mantengo la voluntad de serles fiel.
Todas las religiones (que son lo contrario de la fe, puesto que
ahí se trata de “creer” y no de actuar) y los
jerarcas musulmanes -los príncipes y los doctores de la
ley a su servicio- deshonoran al Islam. Igual que el judaísmo
y el cristianismo, que prefieren los ritos y dogmas al mensaje
de Abraham, Jesús y Mahoma, con el objeto de hacer creer
en nombre de una observancia estricta, que “practicar”
es obedecer a sus prohibiciones y no luchar por la liberación
divina y humana, es decir, no luchar contra la miseria, la humillación
y contra toda situación en la cual el rostro del hombre
se encuentre desfigurado, en lugar de asemejarse a la faz de Dios.
No se puede contar con ninguna de las religiones dominantes institucionales
si queremos evitarle al siglo XXI un suicidio planetario. Y sin
embargo, afirmamos que sin perder nada de la herencia espiritual
de los tres últimos milenios, herencia transmitida por
los rebeldes de estas tres religiones “reveladas”:
-los profetas de Israel, los que siguen fieles al mensaje de Jesús,
los sufíes musulmanes y sobre todo, el diálogo entre
las sabidurías de Asia, Africa y América Latina
y su Teología de la Liberación que luchan contra
la teología de la dominación-, es posible construir
un siglo XXI con rostro humano y divino.
El mayor problema no es técnico ni económico ni
político. Sin olvidar estas tres dimensiones, se trata
de encauzarlas hacia fines humanos, buscando la unidad sinfónica
del mundo, en la diversidad de sus culturas, frente a una “mundialización”
que apunta a la unidad imperial del mundo, escondiendo en realidad
la creciente división del mundo entre el nuevo poder colonial
unificado de Estados Unidos y sus vasallos europeos, y un mundo
al que este “crecimiento” le cuesta debido al hambre,
según la Unicef, más de treinta millones de muertos
por año, de los cuales trece millones son niños.
¿Qué hacer para pasar del suicidio planetario a
una resurrección del hombre y de la unidad del mundo?
Si este siglo prosigue ciegamente este camino, no durará
cien años. No sólo a causa de la matanza humana
que esto significa, sino también debido a la destrucción
de la naturaleza y al agotamiento de las riquezas fósiles
del subsuelo; a la contaminación y disminución de
la capa de ozono que conducirá a la transformación
del clima y a la exterminación de la fauna de la tierra
y del mar; también a causa de la manipulación genética,
el abuso de pesticidas y la desforestación. En Amazonía
y en Indonesia por ejemplo, se destruyen los pulmones de la humanidad
construyendo represas aberrantes en función únicamente
del interés mercantil. Se saquean los mares empleando técnicas
que significan el aniquilamiento de especias enteras de peces,
y por otro lado, la escasez creciente del agua y de sus redes
de distribución, reducen las posibilidades de la agricultura.
En una palabra, en la superficie de la tierra, bajo tierra, en
los océanos, en el cielo, en la relación con los
demás seres vivientes, la destrucción ocasionada
por esta nueva barbarie -llamada productividad tecnológica,
modernismo e incluso progreso- termina con el despliegue de la
vida y de la humanidad que se habían desarrollado durante
millones de años.
La manipulación de las conciencias de las gentes -infantilizada
y fascinada por la TV y las tecnologías de la “comunicación”,
del teléfono celular a Internet- permite anestesiarlas
hasta tal punto que olvidan el abismo y la muerte al que les conduce
el “pensamiento único”. Es el resultado de
la ausencia de reflexión acerca de los fines y del sentido
de la historia humana.
Una decadencia tal nos la muestran los Estados Unidos con una
imagen mortífera: doscientos cincuenta millones de armas
y doscientos cincuenta millones de habitantes, los miles de presos
que se hacinan en sus cárceles, los condenados a muerte
y los treinta y tres millones de indigentes. En el “país
más rico del mundo”, un niño de cada cuatro
sufre de hambre. De este magma emerge un 1% de ricos que dispone
del 70% de la riqueza nacional, con sus miles de millones de deudas
(más que el conjunto del Tercer Mundo), viviendo por encima
de sus recursos, con niños asesinos a los seis años
y especuladores espumando los mercados, además de una panoplia
militar capaz de destruir la infraestructura y la población
de los países recalcitrantes, haciéndoles volver
atrás varios siglos. Para eso emplean la llamada guerra
“cero muerto” (muerto norteamericano por supuesto),
es decir, guerras llevadas a cabo mediante una tecnología
que no tiene equivalente en la capacidad de respuesta del adversario,
la guerra de la ametralladora contra la azagaya, como durante
las guerras coloniales del siglo XIX. Es una guerra depredadora
de cobardes, signo de la decadencia moral de un mundo donde ha
desaparecido completamente la noción de “honor”.
La magnitud de esta crisis exige algo más que una revolución
política. Las verdaderas y más profundas transformaciones
de la historia son obras que emanan del surgimiento de nuevas
“religiones”. Sin embargo como lo observamos hasta
nuestros días, luego de haber causado una renovación
radical en el corazón y en el espíritu de las masas,
todas las religiones (particularmente en Occidente, el judaísmo,
el cristianismo y más tarde en el Cercano Oriente, el Islam)
están vinculadas y a veces integradas al poder dominante,
tanto, que lejos de producirse su renovación, ellas han
contribuido al mantenimiento y afianzamiento de éste, desencadenando
enfrentamientos políticos a los que se atribuye un “aroma”
espiritual.
Lo que necesitamos es algo completamente nuevo, no una renovación
de tal o cual religión, sino la toma de conciencia de la
fe como dimensión constitutiva del hombre en su unidad,
para salir de esta sórdida prehistoria depredadora en que
nos ha sumido el desarrollo de la técnica -viga maestra
de la “religión de los medios”- que nos ha
hecho perder hasta el deseo de reflexionar en la finalidad y sentido
de nuestra vida y de nuestra historia común.
Es en la cabeza y en el corazón de los hombres donde no
sólo comienzan las revoluciones, sino que las verdaderas
mutaciones de la historia. Desgraciadamente, muchos revolucionarios
tienen prisa por cambiar todo, salvo cambiar ellos mismos
ROGER GARAUDY
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